sábado, 18 de julio de 2015



Escriturasfugaces

Cuando me vengo acá a escribir, abandono mi muerte,
la dejo en su tumba sedienta de cuerpo. Vuelvo pronto,
le digo al perfecto abismo negro del tamaño de mis formas.
Escribo desbordado de mí mismo, masa sin continente
ni contenido. Desperdicios de años que han pasado
por esta desvencijada puerta del color de la brea.
Tanto tiempo metido en mí y sigo sin conocerme
ni encontrarme. Se ha ido, soplo sangrado del buey del aire,
el espacio que me asignaron. Soy el que ya no soy.
Escribo sentado porque así el paisaje está más quieto,
y si la mano se me cae, pulso quebradizo de lo ingrávido,
pájaros que no dejan de emigrar del alma, la caída torpe
apenas dolerá, un apenas quejido del suelo,
de la herida que se abre esperando el ajuste de la espada.
Cuando me vengo acá a escribir
(he llegado a hacerlo con los dientes royendo
y los dedos escarbando en la cal de la pared),
sé que vengo a demorar un poco la noticia de la muerte,
la propia, la que no llegaré a oír, como tantas otras canciones del agua.
Como puñales irán apuñalando el silencio las nueve campanadas.  
Lo más triste, apenas si escribiendo nada, si acaso
una sutil insinuación de lo que más amo, no por otra cosa,
sino porque los atardeceres me hablan y me dicen
que quizás la fiebre viene de haberme soportado,
de crear el universo falso de haber amado. Nunca amé
ni me importó nunca la vida porque menos me interesó la muerte.
Carece de interés lo que la sombra de un viejo fracasado pueda pintar
o escribir manchando las palabras. Dejar el cántaro vacío en su mundo aparte,
que en vano se invente en el espejismo del sol
que tiene valor e importancia un verso absurdo, una pincelada al recuerdo.
Pronto estaré de vuelta a casa,
le digo al perfecto abismo negro del tamaño de mis formas

  


                                                         Quintín Alonso Méndez


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