lunes, 14 de diciembre de 2015



                                    El último sueño de un viejo 


__¿Me dejarás dormir?
__No.
__Por favor….
¿Así, mi sexo entre tus carnosas y excitadoras nalgas, y tú mirando la brisa que desnuda se ondea en la ventana?
__Por favor….
Lío tabaco en la mesa. Oscura pero rumorosa la noche, callada pero latiente. La noche más cálida. Madrugada de qué tiempo, de qué mentira. A cada golpe de mis latidos, cauteloso para no hacer ruido, me asomo a ver si duermes. No, no te dejo dormir. Estremecedoras de frías todas las noches, la cama trágicamente vacía.
El desayuno es de mermeladas. Primero la de tu sexo, impregnada de almendras, luego de abejas, de naranjos, de melocotones, de fresas, de uvas, de nuevo de tu sexo, resbaladizo el tiempo, el mundo de los sentidos, la visión inaudita de lo utópico, de lo que vagaba errante, imposible. Inmortal el instante de la inexistencia, ¿y por qué en este preciso instante no sé decirte que eres la existencia, que vivir es estar contigo, eso ayudaría a que volaras antes, y por eso callo? Pero el tiempo lo tienes medido, como el perenquén. Lo sé. Callo. Te miro y me hablas de las hormigas que habitan el pan, el azúcar, ¡hasta el agua!, ¡mermelada de hormigas!, y tu risa estalla, me estremece y quisiera hacerte una pregunta que le hago al silencio, del color de los sueños, ¿eres tú?
__Soy yo y estoy aquí. ¿No vas a dejarme dormir ninguna noche? Y no me digas que sí, porque no te creeré. Oye, dime –gotas desnudas insinuadoras de la mermelada de fresas en tus labios--, ¿te levantaste a fumar? No vuelvas a hacerlo.
¿Cómo decirte que me levanté a escribirte el verso inmortal, el instante único en que el verso se transforma en existencia, cuando surge de la nada y cae en el papel, destilando la miel y las lágrimas, destilando un dolor ya condenado a la soledad más solitaria?
__No –te digo, y me pongo a liar un cigarro.  
Es injusto, pero me gusta quedarme sentado y ver cómo te mueves, a tu aire, liando el aire en gestos sutiles de alas transparentes, aislada en ti, ni te acordarás o ni sabrás que estoy. Quizás estés en lo cierto, y soy yo quien no estoy. Pero te miro. Embobado. Con la conciencia de que el instante, este instante, tan menudo, tan lleno de instantes menudos, de seda o de piel incrédula, es, ha sido y será mi vida, esa diminuta gota que la madrugada dejó posada en la rosa, o ni siquiera eso, un apenas cálido soplo dentro del viento más huracanado, este instante que cuelga del tiempo, ¿un regalo, y por qué y para qué? Este minúsculo instante que saboreo y se fue, ha volado, pero este instante que escrito tiene su minúsculo pero grandioso espacio, el único espacio habitado que me habita. Nunca te he preguntado si te gusta que te mire mientras tus gestos danzan, llevándote sincronizada de un lado a otro. Pasas ante mí y no estoy, no percibes que esté: la quietud permanece impasible. Pero tu sonrisa te delata, y cantas. Atraes a la luz que entra a raudales en la casa, por todas partes, y los ojos de los objetos, de los libros, también te miran en silencio, embobados. No se mueve una sola hoja de tu cuerpo, las ramas tensas, como dispuestas a recibir al invierno, el peso de los temporales. Lejanamente, invisible. En cambio, no dejo de verte. Cierro los ojos y aquí estás, los abro, y dolorosamente aquí estás. No me adviertes. Le hablas al cristal de la ventana
__podrías enseñarme tu pueblo.
Cómo te digo que desconozco el pueblo, o como tú me dices, «mi pueblo». Camino sus veredas más sencillas, las más cortas, y a cada año que pasa, quito una vereda o dos de mis círculos anoréxicos. Pero es inevitable que te muestre el pueblo, me vendrá bien, lo iré descubriendo contigo, ni siquiera redescubriendo, he de soportar la carga de quienes me miren, «¡pero qué hace éste por aquí, ¿aún está vivo?». Muchos, cuando me reconozcan, ya habré pasado de largo, de la mano contigo, hablándote de por qué esos muros de piedra parecen arrancados de lo más primario del tiempo, pero, ¡oh, vanidad pisoteada!, ni se dignan mirar esa pequeñez que va a tu lado. Te miden. Cuando alguna mujer hermosa aparece por el pueblo, la gente suele decir «se ha perdido», sin fijarse, ni falta que les hace, si va solo a no, simplemente «se ha perdido», equivocó el rumbo. Sí, es cierto, hay ironía, burla, un desvergonzado sarcasmo, sin ánimo de esconderlas, en las miradas cruzadas que me dirigen. Tú eres quien primero las siente, por eso me dices «bésame». Quisiera decirte, «sí, así soy», pero te digo, ante el banco de piedra que hay frente al barranco, con su fondo cubierto de cañaverales, inundado por el bullicio de los pájaros, por la memoria lejana de las ranas  
__espera un momento –y me siento a liar un cigarro.
Le sonríes a las pencas que hay al lado del banco. Y quizás me sonríes, no quiero saberlo, me dedico a liar el tabaco a pesar de la brisa que no quiere. Mirando a las hormigas, te lo pregunto, se lo pregunto a esta luz que es de un mundo que no me pertenece.
__¿Estás bien?
__Muy bien --. Te miro, entonces te miro. No me atrevo a preguntarte si el dolor puede llegar a ser dulce, convertirse en luz y azúcar, como el fruto en el árbol--. ¿Y tú? --. Lo que se me ocurre es alongarme a tus labios y besarlos. Indigno de tus labios, que no buscan los míos pero tampoco los rechazan. Estás en tu ritual, en la ofrenda, y no debo ni me apetece importunarla. Sé que me estás midiendo. Y yo miro cómo las hormigas, engreídas, ascienden por tus pies. Te hubiese dicho de ir directamente al bar de la atalaya, porque las piernas y los ánimos no me dan para más, pero no, antes quiero descubrir contigo «mi pueblo». No sé qué decirte cuando me preguntas por la historia de una casa abandonada, de la que te atrae el color de su piedra, la enredadera luminosa que crece en sus ruinas, las escamas relucientes y verdosas de los grandes verdinos, o me preguntas qué pájaros son esos que alborotan tanto, «donde vivo, no hay pájaros en invierno», no sé qué decirte, no sé medir las palabras. Pasado el mediodía estamos en el bar de la atalaya.
__He estado aquí muchas veces –me dices, y me sonríes al sentarte--. Contigo.
__La balconada, la tierra dura, acamada por el frío que entra horizontal, el color que tienen los ojos aquí, detrás de un ropaje de silencios y sabidurías masticadas, color de trigo acezado por una niebla alta, de cumbres, tú aquí, seguramente escribiendo y triste  porque no consigues escribir un renglón, quieres morirte, pero lo que quieres en realidad es que se eternice este instante, cualquier instante que sea quietud porque no eres capaz de ir solo ni de aquí a la esquina, y eso te vale, este pueblo no tiene esquinas.
__¿Qué más?
__Nada, contenta de no haberte conocido, de no haber estado, de no haber venido.
Únicamente conozco contentas a las brujas contentas aunque llenas de heridas, las que gustan de mostrar su poder  a los hombres que no quieren poder. Recuerdo aquella noche de alcohol y drogas que me recorrí todos los bosques de mi pueblo que no tiene bosques. Así es el amor, que lo invento para que por lo menos, ya que he venido a la vida, la vida me duela. Qué menos.
                                               Quintín Alonso Méndez

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