martes, 26 de septiembre de 2017

La Prosa (4)


Como sin querer, pongo la música que a ella le gusta en el viejo tocadiscos, con la ventana abierta, mientras tiendo la ropa en las liñas de la azotea que además es mi terraza, un sobrio abanico sin brazos que no logra mover el aire, metido en un sol que arde en su propia hoguera. Las palomas hacen que me acuerde de mi madre. Existen las sonrisas tristes porque hay recuerdos que duelen, de tiernos e indefensos que son, como tallos del hinojo. Y existen palabras que son como las palomas, tienen vuelos de medianías y cercanías, y existen marinos vuelos de palomas-albatros de ida y vuelta que se pierden en la lejanía. Palabras mudas, solo signos que se esparcen por el aire como polen, y palabras escritas, metidas en sus conchas, signos oscuros que ella quizás en alguna parte sepa interpretar, traducir. Signos que en ambos casos son roces, apenas perceptibles en las palabras escritas. Muchas palabras surgen mientras tiendo la ropa y la mirada se me va por ahí. Son palabras buscando ser habitadas. Los pájaros revolotean y cantan dentro de la música. A ella le gustaba que le dijera cómo era el día, su clima, su color, el volumen de su rumor, su sabor ensalitrado, la materia de su lisura, cómo estaban sus cinco sentidos, al amanecer, al mediodía, al anochecer, a todas horas. Hoy le diría: azul pálido, caracola débil, sexo de mar, sexo de mar, temblor delicado.
Hoy el día es fruta amarga, de un árbol sin nombre. Entrar en casa es salir al vacío. Pero dulce, dulce, esta silenciosa paz: ella la bendijo. Ahora que caigo, nunca me preguntó cómo era la noche, le bastaba con decirme «¿por qué no duermes?»

quintín alonso méndez

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