martes, 19 de septiembre de 2017


La Prosa

Acto o día uno. El escenario es un día con el color nostálgico del gris. Música entremezclada de violines gruesos y agudos con el bullir de pájaros ocultos en la espesura de las hojas que barrunta tormenta.

Una casa destartalada en el árido campo –hay que llamarla casa porque un día aspiró a ser hogar--, pintada de rojiza piedra de cantera, pecado mortal habría sido el enjalbegarla, aparte de que atraería a la inhóspita tierra fantasmas de sábanas blancas, con techo a dos aguas, de tejas descoloridas y rotas, semihundidas, secas en lo más sublime de la rugosidad, sostenida renqueante pero en pie por alguna mano del otro mundo, ¡ah, la dulzura desgajada, opiácea, de la amapola!, con acomplejados ojitos tímidos de tejado a la intemperie, pero alertas, de perenquenes y gomeretas --de los pocos supervivientes en medio de tanta secura--, rodeada de pequeñas lomas del color de la enfermedad, verdes amarillentas, alisadas, de la misma tela que dejó al descuido la remota lluvia, perfiles de las nalgas y las caderas perfectas de una divinidad de hembra desnuda, tendida, con el color suave y delicado de la otoñal primavera rondándole las finas estrías de la piel, puede que sean heridas de otros planetas, como los tallos de la yerba castigados por el sol, que se quiebran. Un hombre con sombrero de paja, encorvado sobre la tierra, al que ya le pesa el cuerpo, apoyadas las manos en las rodillas, se mueve lento, como si buscase algo en la tierra agrietada y seca, ¿o le está hablando al silencio del tiempo? Unos pocos árboles desperdigados, viejos eucaliptos y viejos olmos, cuyas ramas recuerdan a astillados mástiles vencidos de barcos naufragados, un vago olor a menta y sensación de rugosidad de madera al tacto del aire en el rostro. Despacio, el hombre malamente se yergue, apretándose esa lumbalgia que amenaza con incendiarlo con las dos manos, y malamente erguido, despacio va alejándose de la casa, y ya camina, sin detenerse a mirar hacia atrás, seguido por un perro que parece protegerle las maltrechas espaldas. En el paisaje de fotografía antigua se dibuja el contraste entre la pesadez del hombre vencido y la robustez viva del perro. No se detienen, saben que se aproxima la noche y antes han de encontrar cobijo. El perro ladra, acercándose al hombre, frotando el hocico en la pernera: se ven diminutas luces a lo lejos. Aprietan el paso y el hombre aprieta los dientes para amordazar el dolor afilado que tira de sus piernas. El hombre mira a lo alto, un abismo espeso de gruesas nubes entra en sus ojos, sabe que éste es el momento, es la memoria, de avivar más que nunca su vocación incumplida de llegar al mar. Mira al perro y le habla, le pregunta cómo sería la expresión artística si no existiera el dinero, cuánta exuberancia de arte habría, el perro vuelve a ladrar mirándolo, alzado sobre las dos patas delanteras apoyadas en el vientre, y él suelta una oscura carcajada, mirando de nuevo a lo alto, al cielo encapotado, una amenaza de lluvia impronta, maligna, que arrastrará la tierra de los campos, las semillas,  llevándose lo poco que pueda quedar de vida. Más allá de creencias, sabe que el perro le lee el pensamiento y le acompaña los sentimientos y en los sentimientos. Uno, a solas y sin darse cuenta, se va dejando morir. Se dice y le dice en silencio al perro que da vueltas a su alrededor, «estás contento», con la voz oscura de otros tiempos. ¿Por qué, desde que se acuerda, se le precipita tanto el día y se le alarga tanto la noche?

quintín alonso méndez


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