viernes, 22 de septiembre de 2017

La Prosa (3)

De lo más remoto no se acuerda, ni siquiera de lo más cercano, pero necesita inventar recuerdos para alimentarse. Y más siente que se precipita todo desde que descubrió su vocación fanática de llegar al mar. A su alrededor es la oscuridad completa. Pero el parpadeo a lo lejos de unas amarillentas luces mortecinas cada vez es más cercano, como si el cielo hubiese bajado del todo a la tierra y fuesen los destellos de unas pocas estrellas melancólicas que quizás ya no existan. Solo la luz sobrevive a la desaparición del cuerpo y navega solitaria por el mundo, con su fugacidad personal e independiente. Al poco los recibe, «solapada indiferencia de ojos curiosos instalados en la morbosidad mirando por las rendijas», murmura el hombre, una tenue luz amarilleada por la espesura de los años, que cuelga, boca abajo, y bajo un escachado sombrero de hojalata, de una pared del color de los huesos de los cadáveres, un alargado banco de piedra sostiene vertical la pared sobre un suelo de tierra dura, ya hecha a la soledad sin el agua, una pequeña ventana cuadrada de marco y hojas verdes, una sellada y estrecha puerta, también verde, desgastado el verde, resequida la madera, una maceta de geranios rojos custodiando la entrada, o protegiéndola de los malos espíritus que no dejan de caminar sin destino ni rumbo por las noches solitarias del lugar, llenas de cuchillos, navajas, hoces, ensangrentados, es como una placita delante de la casa, es la bienvenida, la entrada al pueblo, «estamos entrando por el Camino Real», le dice con voz apagada al perro, que se adelanta olisqueando, midiéndole la temperatura al enemigo, al banco de piedra, a las paredes de las casas bajas, de una sola planta, con azoteas con liñas de verga como avisos o trampas para el vuelo, que ya sabe que su compañero de viaje no es demasiado amigo de la gente, para quien más de dos reunidos ya es gentío, amenaza de descalabros, de los malos presagios. Pero aún no entran en el pueblo, el hombre se detiene y se sienta en el banco donde se dice que se habrán sentado tantos perdidos, apoyando la espalda empapada en sudor en la ya nocturna frescura de la piedra de cantera. Respira o jadea, se deja vencer por el cansancio y paladea el goce de los huesos, vencidos, alivio de los picotazos del dolor en sus carnes. El perro se tumba a su lado, ambos claman por un agua salvadora que se asoma en un cazo de latón por la oscura, impenetrable, puerta, el mango del cazo sostenido por una mano cuarteada por los recuerdos, la mano aún firme de una mujer de edad indefinida, vestida de negro con pañuelo negro, de mirada antigua, muy antigua, negra o vacía, mirada de otra parte o de la parte más prístina del lugar, la misma mirada de los antepasados que se detuvieron aquí, o brotaron aquí, de las raíces más profundas del silencio, silencio que se hace más ostensible saliendo de la mirada inexpresiva de la mujer desparramada en su rostro, el hombre tiende la esquelética mano y pone el cazo en el suelo, deja que primero beba el perro, que se traga el agua en apurados lengüetazos, vacío el cazo que la mujer, más silenciosa cuando se mueve, coge y con él entra en la oscuridad de la casa, para al poco rato salir y entonces sí, le tiende el cazo al hombre, que lo coge con la pausa de las prisas, de la sed que le galopa en el corazón. Oye cómo se cierra la puerta, un leve sonido de presencia que desaparece. El hombre y el perro saben que se encuentran en un mundo irreal, pero al que deben afrontar para poder continuar camino, en busca del mar. El cansancio y el olvido de las tristezas los duerme. Luna nueva

quintín alonso méndez


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