sábado, 25 de junio de 2016

El último sueño de un viejo

Me parecerá ir cada día al bar de la atalaya, porque el tiempo discurrirá como lava, sin interrupciones, sin medidas ni junturas a las que sujetarse. Será la lava la que vaya sepultando los recuerdos, esa memoria frágil que se inventa cuentos y los lleva a la escritura, ¡qué bella será la tarde cuando ya no tenga pensamientos! Bella tarde, sin presencias humanas cercanas, lejos la humanidad, lejos, tan comprometida con sus herméticas y juiciosas y decentes leyes y con sus cabalgaduras superfluas pero tan bien consideradas en sus bien delimitadas escalas sociales, donde tan corruptamente y sutiles y amorosos y reprimidos cohabitan los amores. Cabalgaré sin moverme, inamovible, como siempre. No haré lo que no hice. No me mentiré, no mentiré, como hice a diario, para poder verte. Tarde, no iré a ninguna parte, a ninguna esquina, por eso jamás te veré, no escarbaré por los territorios interestelares en tu busca, y no dejaré de hacerlo, en la escritura y fuera de la escritura. Es tu suerte, nunca fui, nunca seré. En el bar de la atalaya seguiré con mi vieja libreta de campo, recóndita, olvidada en el fondo de la bolsa, junto con el lápiz lila, ahí pudriéndose, en el fondo de la saca. Alguna vez la sacaré a la luz, y nada, llevaré el lápiz lila a los labios, sin saber por qué, y volverá a hundirse, muda, la libreta, abrazada al lápiz, en el fondo de los olvidos, yéndose. Veré a las abejas muriéndose a mis pies, a la gente no le importará que se mueran las abejas, a la gente no le importará nada más allá del Danubio, de cualquier río que lleve a roma, me releeré a Magris, sus gotas de miel, sus abejas, sus danubios, y no será tristeza, serán lágrimas dulces por los que se embarquen por los ríos de la vida, pensaré en ti. Acá no hubo ni habrá ríos. Por no haber, no habrá ni palabras, habré de escribirlas, de sacarlas de dentro de lo más oscuro, aunque sea torpemente, y como las abejas, moribundas palabras, ¿por qué vendrán a morir aquí, qué me querrán decir? Todo se me morirá en la escritura. Cada palabra, una abeja. Paisaje sin miel.            
Serán sucesiones de tiempos donde la noción de tiempo será una blanca nada sin espacio, un nevado paisaje sin nieve y sin árboles. El espacio de un paisaje en el que únicamente cambiarán las tonalidades y las sensaciones, menos frías o más frías, según el dolor se duerma o se desperece, tonalidades según la borrosidad de los ojos en su mirar errante de mirada perdida sin rumbo y sin destino, con los lilas siempre anunciando, en el mismo punto, en el orto o el ocaso, el origen y la decadencia, en el mismo instante, mismo estremecimiento, el frío incesante en la hoguera del instante, las llamaradas devoradoras en la más pura frialdad, con la sensación perpetua del término. Instante inexistente. Y serán sucesiones inacabables de inexistentes instantes. El todo que no fue y que no será, y justo en la orilla, no arena, no mar, el instante herido, el herido instante inexistente, una chejoviana estepa, donde «al lado de la casa no se veía ni se oía nada, salvo la estepa». Caminaré sin moverme por la estepa de la mente y por la estepa de las manos vacías, sin sueños, sin recuerdos, sin futuros. La vida llena de desiertos. Ahí moriré, en la orilla, en la desembocadura de la nada en la nada. Nadie sabrá de mi muerte porque mi muerte siempre será antes, antes de toda muerte, de todo origen. Nadie sabrá de la noticia, si acaso de un eco mortecino, escaso, sin lumbre, de la noticia, que no será noticia, solo será la última nada, un trémulo temblor de las hojas en las ramas, dentro de la noche, un leve agitarse de sombras a través de la ventana cerrada, entonces quizás seré, en alguna memoria remota, un recuerdo débil, dubitativo, esquelético, sin formas y sin territorios, un paso fugaz de una sombra por un relampagueo de sueño, luego el absoluto silencio, la absoluta quietud. Nada más.
Quintín Alonso Méndez

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