domingo, 29 de mayo de 2016


                                  El último sueño de un viejo


__Déjalo como un sueño –y ya será la vacía botella del ausente y evaporado vino, la languidez de las miradas, yéndose la de ella por la vereda de la vida que la aguarda, yéndose la mía, perdida, por la niebla que fantasmea por entre los árboles que desaparecieron. Y luego de ese silencio que se sabe, preparatoria de la despedida, silencio que habla y no dice lo que se está a punto de decir, me sorprenderá con una pregunta
__¿qué sabes de mí? –prolongación del silencio, desnudas las palabras del silencio.
__Nada. Solo que eres literatura.
 __Inténtalo –me dirá, al despedirnos. Y como si el momento fuera el mismo momento, la veré perderse libre en el bosque de la gente.
Le diré gracias cuando ya no pueda oírme, ni yo verla.
De regreso a casa, me entretendré con el barrendero del barrio –de los pocos saludos con los que me tropezaré y en los que me detendré a lo largo, corta largura, del derrumbamiento del derrumbe. Como costumbre tácita, primero hablaremos del tiempo, luego liaré un cigarro mientras él, con escasas palabras, tímidas pero espontáneas, como cortadas por el rumor apagado de la lluvia o por los zumbidos afilados del viento, me regalará algunos versos, toscas y prístinas grietas dispuestas a ser leídas, me hablará orgulloso de su hijo de cinco años, de cómo le asombra cada vez más que quien hace las preguntas es él y el niño, como si nada, se las responde, respuestas sabias, tranquilas, orgulloso de enseñarle a su padre los escondrijos de los miedos, los secretos del mundo, los misterios de la vida, tan cerca aún del inmenso y silencioso océano de la madre. Nos despediremos con un gesto indescifrable de la mano. Al llegar a casa, y verme dentro del vacío silencioso de casa, seco páramo, sin memoria, comprenderé que nada ha sido real, ni siquiera cierto.   
Velaré la noche. Con mis pocas cosas al lado, el tabaco, la botella de agua, la vieja libreta de campo, el lápiz lila, con mi presencia ausente la acompañaré, al tiempo que no dejaré de dibujarte, pensarte, compañía nocturna, irreal, ¡ah, noche incierta bajo su bóveda titilante que amenazará con derrumbarse, sin sueño y sin sueños! Trazaré gestos en el negro espacio y todo seguirá inamovible, giro perfecto abocado al abismo, a su propio abismo interno, fuera de todo. El pulso del tiempo lo marcará, otra noche más, dentro de la misma noche, la inmensidad de la quietud, solo moviéndose lo invisible, lo inamovible, lo irrecuperable, y tirando de la cuerda umbilical de la noche, irán saliendo infinitas noches desde dentro de la única noche que no tiene prisas por esperarme, porque será moviéndose la quietud de la noche hacia el término de todos los principios que nunca tuvieron orígenes ni estancias, si acaso un falso intento de origen originado por el miedo a no tener orígenes ni estancias, a que la soledad inmensa mate más que la propia muerte, alargándose la noche, estirándose hacia dentro, porque en cualquier momento el tiempo será reducido a la nada, tragado por la nada, ahí, en el término, hundiéndome en una tristeza de la que no saldré, de la que quizás, mismo hilo, mismo instante, no querré, no podré salir, porque vendrán más muertes, más vacíos, más arrancamientos de la carne, será así, viéndote en mi bola de cristal, neciamente oscura y opaca la luz que imane desde la esfera del cristal, imanando la oscuridad. No sabré plasmar la ternura, mi forma silenciosa de dibujar la gratitud, escritura cada vez más empobrecida, sin musas, únicamente cadáveres, montañas de cadáveres por todas partes mientras la distante y blanca espalda desnuda de la vida se ofrece a las caricias, a vivir cada día como un último día, que la vida es corta y hay que vivirla, y ahí en la noche, ya esta noche, que es y será eterna noche, buscaré en la ennegrecida bola de cristal con quién verás el rayo verde y qué deseo pedirás, cogida de la mano, sonriente, amorosamente sonriente, me llegarán desbordes, estallidos de algas en la boca, murmullos de olas y un olor y un sabor que desconozco pero que reconoceré, hebras del salitre más íntimo y más húmedo, ristras de musgo enredándose en la desnuda brisa nocturna, musitará la noche, agitándose en racimos de oscuridad, vibrando la quietud, la espantosa quietud de la infinita distancia del no regreso.
Quintín Alonso Méndez


No hay comentarios:

Publicar un comentario