domingo, 1 de mayo de 2016


                                     El último sueño de un viejo

 Eso leeré en mi viejo cuaderno de campo cuando suba por primera vez al bar de la atalaya, después del absurdo inconsciente hermosamente asesino instante. Sinopsis de un fracaso de vida, de una vida fracasada. También podría haber leído la sinopsis de la mudez, vete a saber si la habría llegado a leer ya metido en la muerte, y no lo supe o no llegué a tiempo de leerla o qué importa nada dentro de la muerte, si no hubiese acaecido que solamente fue lo que no fue. Quizás eso leía, allá, por la mudez, cuando entró el instante, conscientemente inconsciente, enloquecido por el temporal, invadiendo los renglones que eran, inexistentes, pulcros, planos y densos como un plato de aceite, pero que eran. Prometí no caer en la tentación de escarbar en tus sentimientos, en tus pensamientos (tan aparejados los veo, tan cómplices), pero la perfección solo te pertenece a ti, y yo he de escribir, libreta de campo pecadora, que tenía sensaciones sin sentimientos, ondas que me llegaban, lejanas pero tan cercanas que me ardían dentro y me devoraban, no sé si limpias y desnudas ondas que me llegaban de ti, o eran inventos de ondas deformadas por mi mente deforme.
También leeré, antes de buscar el lápiz lila –si era tuyo, un día aparecerá en tu cálida y mimada almohada--, y escribir un número, una letra, una fecha en lo alto de una página vacía de la libreta de campo, el primer aleteo del vuelo, y no sabré qué estaré leyendo, a quién perteneció ese mundo, ese simulacro de vuelo, ¡ah, débil voluntad, memoria débil o ilusa, qué pobre es la vida que solo se alimenta de escarabajos en el estiércol!, leeré inverosímiles renglones de un mundo en el que nunca estuve, irreal, desconocido, ¡así es la aventura de la escritura, su vaciedad más allá de ella, dentro de ella!, ¡inmensos mundos falsos, pero la sal, el agua, la vida, la luz, la desconocida luz!
Era hermosa, inquietante, aquella hora dulce esperándote en el aeropuerto, sentado en alto taburete de la cafetería, sin quitarle ojo a la puerta de desembarco, tomándome una jarra bien fría de cerveza, la muchacha que me atendía me saludaba y me sonreía comprensiva, como si fuera un habitual, que cada día viniera a esperarte, y también compasiva, viendo mi cara entre asustada y anhelante. Tenía que darme prisa en creerme que pronto estarías aquí. Y sabía que mi tiempo de convalecencia era escaso. También sabía que era una convalecencia falsa, que era solo una pequeña llanura, justo la punta de la cúspide antes de la brutal caída, el desenlace de toda enfermedad incurable, la enfermedad del derrumbe definitivo del que ya no quedan fuerzas para levantarse. En el futuro me va a ocurrir que una abeja va a picarme en la yema del dedo índice, será justo después de un súbito enfado de los míos porque supe que me pensabas, lo supe porque un latido de sangre me tiró el cenicero al suelo, «¡no me pienses, olvídame de una vez, bórrame, como ya me borró la vida!», grité, mientras me brincaban las letras en la hoja, también yéndose, entró por la ventana una ventolera inesperada pretendiendo llevarse los papeles por los aires, y el cigarro esparcía sus cenizas por el verso que no salía a flote. Vi una mancha en el suelo, acerqué mi mano a tocarla. Era la abeja que se moría.   
Quintín Alonso Méndez

 

2 comentarios:

  1. Él era un viejo seco sin sentimientos. Ella la ternura y el amor de los amores.

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  2. tienes toda la razon

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