jueves, 5 de noviembre de 2015


De la novela   El último sueño de un viejo
Hace unas noches, y después de varias noches encadenadas una a la otra, con la luna menguando, descubrí que mi pueblo, esa barca alargada de sensibles caderas, anclada en tierra de secano, era ni más ni menos que la sombra de la Vía Láctea. Repetí las noches y lo comprobé, y las Pléyades no eran otra cosa que las tres menguadas farolas de la plaza reflejadas en el aire, en los charcos de la luna. He de decir, quizás estoy a tiempo, como aviso para navegantes, que los manicomios son de los mejores sitios para contemplar la noche porque los fabrican lejos de la luz urbana. Eso sí, hay que saber tensar una sábana, trenzarla, saber amarrarla, lanzarla por la ventana y saber subir y bajar a oscuras enormes y frondosos árboles con la ayuda de una liana. Es asombrosamente bosquiano el olor a resina que se te queda impregnado en las manos, en el pecho, en los pantalones. También hay que saber restregar la ropa en un simple lavabo y a oscuras y con el silencio de los roces que se frotan con el vacío.
¿Dónde cenamos la primera vez? Vamos a dejarlo que no cenamos. Fue el vino blanco bien frío y fueron las primeras sensaciones negativas que recibiste de mí. No te dejé dormir. Salía a la noche y entraba y miraba y te veía tendida en la cama, salía y volvía a entrar y estabas tendida en la cama, quieta y profundamente dormida como una rosa, me convencí de que estaba a la intemperie, en los jardines del manicomio, y la locura entonces, con la voz femenina que siempre te imaginé así, desnuda, ofrecida como una fruta, susurró en la oscuridad «ven». ¿Y adónde fui? ¿O tendría que decir «¿por qué no fui?»? ¿Por qué siempre gobierna el dolor por encima de cualquier brisa sentimental, enamorada? Creo que en aquellos momentos, inexistentes momentos, me propuse escribir algún día una historia sobre el amor. Y supongo que me dije que la escribiría en esos insistentes asombrosos trayectos entre casa y el manicomio. Nunca lo había dicho, pero cuando escribía, ¡ah, tiempos remotos, tan lejanos!, lo hacía no escribiendo, dejaba que las torturosas riadas de nadas se lo llevaran todo. Y todo se llevaron. El amor, esa trampa. Esa mentira. Esa primera noche me la pasé tan pegado a ti que te eché fuera del mundo. No te dejé dormir. Tampoco te amé. No supe. Me levanté a fumar. Elegí que mi futuro mortal fuera el tabaco, el insomnio, el asomarme silencioso a verte dormir, el silencio inaudito de tu sueño. Eras la perfecta quietud. Lloré y aún no sé el motivo. Nunca lo sabré. Pero recuerdo que lloré porque las plantas en la azotea lloraron, inventaron el rocío. Aquella noche yo inventé el amor. Y lo vestí con tu piel. Le puse tus ojos, tu boca, tu adiós, tu brisa niña y tu olor de hembra, tu ausencia de mujer. Aquella primera noche. Y la locura volvió para ya no irse jamás.
«El amor es así», me dijo mi abuela de padre después de muerta, cuando fue a visitarme al manicomio, «es así, no tiene preguntas, y si las tuviera, no tiene respuestas. Tienes que acostumbrarte a estar solo». Puso sobre mi mano su última moneda, me cerró la mano, dos palmadas sobre mi mano, me ocultó sus ojos, no quiso que viera la belleza de sus lágrimas que me decían todo. Esa noche murió. Yo tenía doce años o eran diez o nunca fue. Era un viejo de doce años que supo entonces que siempre iría a la deriva. Creo que vi a la muerte antes que a la vida.

No se puede vivir estando muerto, escribí una tarde en el bar de la atalaya
                                        Quintín Alonso Méndez






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