domingo, 1 de noviembre de 2015


De la novela   El último sueño de un viejo
Las manos de la mujer llevaban todos mis sueños entre sus dedos. La brisa venía a contracorriente y aun así me adentré en el bosque, en esa verdosa espesura que es tan transparente que ciega. No seguí a la mujer, seguí sus manos, curiosidad que nunca tuve, pero fue curiosidad novelera de principiante, de viejo acabado. La mujer no caminaba por el bosque, iba por el descampado, yo la seguía detrás de los árboles, dando saltos como una liebre, se desnudó con sus manos y yo me dije que la desnudaban mis sueños, un árbol cayó derrumbado a mis pies y ni un solo pájaro se inmutó. Era el pasado o era el futuro el resto del mundo. Nada se movía. Solo las manos de la mujer. Me senté en el tronco del árbol caído. Entonces, de una espesura desconocida, como de cuentas pendientes, surgió otro pasado, tenía manos de cargador de muelles, de armador de murallas, ojos de ogro maltratado y manos fieras de hierro sangrante y que a machetazos secos y firmes cortó las raíces que colgaban de las manos de la mujer, mis sueños. La mujer le sonrió, quizás le sonrió años después, cuando le dijo «me has liberado», y siguió sonriéndole a plazos, en el bosque siempre hay un rincón adonde le llega la luz, es un abanico de brillantes azules y dorados que abre un círculo espumajeante de azules en el suelo y ascienden como mariposas sin cuerpo, evaporándose, filtrándose en los azules del ensueño, un desfile azul de alas que ascienden, titilando, reflejos de estrellas palpitando, ahí brillan las soledades de la ausencia de yerba, tierra lisa como los olvidos, el musgo atrapado norteño en la base de los troncos de los árboles trepa como enredadera, ahí estoy, donde estuve siempre, mientras la mujer se aleja danzando danzas de abejas abundantes de círculos concéntricos, «paralelos», dice ella sin decirle nada a cada uno de sus encuentros. Desde el bosque, la mirada se ensancha, cubre hasta lo que no tuvo ni tendrá presencia, se ensancha, padece, indaga en el musgo que brota solemne de la madera humedecida del árbol, se ensancha y se cubre del rocío de la madrugada, la mujer alejándose, más alejándose a cada golpe de campana de los estambres de las violetas, desprendiéndose de ruinas y escombros, aleteando y sacudiéndose las manos que se llevaban todos mis sueños entre los dedos   

Desde este bosque sin árboles donde resido, el hijo del silencio, el olvido, se sienta conmigo bajo la lluvia y olfatea el horizonte, «no te conozco», dice, y se pone a hablarme de sus noches inalcanzables de amor con la mujer, «pura lujuria», dice, y se levanta y se aleja con el sol. Me entristece el horario, le digo al atardecer, me entristecen las nostalgias de todos los colores que le cuelgan al sol mientras va despidiéndose, cayéndose detrás del horizonte, ahí donde se resisten los encuentros a irse del todo   
                                                       Quintín Alonso Méndez  





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