lunes, 26 de octubre de 2015



De la novela   El último sueño de un viejo

Ítaca

Volviste porque al adiós se le habían quedado hebras enredadas en los matorrales que crecen en los rincones. Minuciosa y cuidadosamente las fuiste desenredando una por una un ritual único pero repetido con cada hebra con tus dedos que parpadeaban como probando las alas que despacio me decían que eran las últimas noticias las últimas claridades del atardecer. Una por una las liberabas de los oscuros y secos matojos y como si una gata te mirara las doblabas despacio ovillándolas tiernamente con ligeras pero dolidas manos de tristeza callada escondida detrás de esa sonrisa tuya que buscadora navega y navega por océanos inacabables. Luego las ibas tendiendo como entre pañales y como delicadas y débiles criaturas en la inaccesible caja de tu corazón. Yo dejaba que caminara el silencio sin tropezarse en el aire que mi tristeza se empapara de tu presencia de tus gestos de tus movimientos y me preguntaba qué estaban viendo en aquellos instantes tus ojos qué paisajes estabas recorriendo qué suavidades te esperaban qué palabras había prendidas en tus labios cómo eran los besos que te llamaban de qué color violáceo era el gemido que retenías. Tu mirada miraba lejos dentro de las hebras la mía se apagaba lentamente desnudándote por última vez sin ruidos que rompieran el viaje. A eso volviste. No dejaste ni las sombras que deja la luz a su paso. Ni siquiera ahora las ruinas son perceptibles en este mundo que ya estaba en ruinas. Escucho el eco del silencio  
                                                              Quintín Alonso Méndez

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