miércoles, 14 de mayo de 2014




La presa


Treinta y cinco grados. Vertical el fuego, descendiendo del sol. Es una calma aparente. Metido en la selva de las horas, un tigre acecha agazapado, con todas las fibras del cuerpo y de la mente tensas, como un arco, no duerme desde la tarde en que cayeron las cortinas negras del desvelo, allá, por las palidez extraña del otoño, y no le desvía la atención ni la mariposa de colores que le ronda por la cabeza ni la pequeña culebra que zigzaguea por la yerba, entre sus piernas. La brisa también está detenida, no encarcelada, detenida, sólo el rumor de la marea asoma por entre las verdes rejas de los altos helechos y habla del paso del tiempo, pero es el tiempo impávido, sin ojos, meciéndose en las aguas de sus propios murmullos. En silencio los pájaros, o es un canto que parece lejano, invisible en el aire, viene de árboles que no tienen ramas, de tejados sin tejas, las montañas se cubren el verde rostro con la neblina, que se diluye, no es pereza, son los árboles que se roban los frutos para adentro, y se deshacen, de ahí la apariencia húmeda de la espera, las noches sin días y los días sin noches, sin sueños. Las habitaciones de las horas, vacías, los insectos posados en sus alas tímidas, translúcidas, navega por el desierto del azul una libélula, los verdeados lagartos bajo las piedras, la gente como siempre, a espaldas de la selva, camina sus caminos, escoge los atajos, dibujan sueños, líquidos, verdes, para poder contarlos. Es cuestión de un instante: cimbreará el arco del movimiento célere del salto, el zarpazo. Soy el tigre, soy la presa.



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