miércoles, 4 de abril de 2018

La Prosa (59)


Parte del día: «Se prolonga la sed y la secura. Si lloviera, el frío se apaciguaría, sería benevolente. Pero qué frío, qué lluvia. Porque llueve de manera delicada, como si temiese, pero llueve: es lluvia para los sentidos, para que sea ternura contemplar el manto fino y húmedo que se posa en las hojas de las plantas, de los árboles; y recibo con alegría -por qué no- esta brisa fresca que hace que mi cuerpo, mis brazos, piensen en tu cuerpo de lluvia». Desde temprano me he subido a las medianías -la marea alta, bajará a la tarde, y a la tarde bajaré a mi trabajo de rescatador versos- y sin prisas recorro varias bodegas en busca del mejor vino para compadre (y de paso para mí), pretendiendo lo imposible: que el mejor vino sea la vez el más barato. Me llevo un garrafón del mejor y el más caro, qué menos para el compadre y de paso para mí y «la bruja». (Antes de bajarme para la costa hago un inciso en este clima extranjero de medianías donde todo es distinto, donde no hay mar y no se le espera, y donde la lluvia es más sólida, se la puede palpar y sabe calar en la tierra, abrirla, aquí, donde la humedad es la raíz, el latido de la vida, y donde el sol una sorpresa y muchas veces desagradable porque es el sol bruto que lo quema todo, arruinando las cosechas. En una casa sin vestir leo «flores» escrito a mano con mano de arado, entro pensando en «la bruja», la señora me convence con las rosas amarillas, «recién cortadas», y con lluvias me hace un ramo que hasta a mí me gusta). Bajo con el garrafón, el ramo y medio litro de vino y un cacho de sabroso queso curado en el estómago (así se puede ser feliz). Como al pasar por la tienda de compadre tiene cerrado, me subo hasta su casa. «La bruja» está sola, exuberante su belleza joven, «él se fue a comprar cebollas de guayonje, a los macizos», le entrego el ramo y pongo el garrafón de vino a la sombra, en la cocina, donde me dice, y mientras pone el ramo en un jarrón de cristal con agua, aireando las flores con sus bellas manos, me dice «no me gustan las flores cortadas, pero gracias», me sirve un vaso de vino y nos sentamos afuera en el banco de piedra, lánguidos -es caricia el sol-, apoyados en la pared, a saborear el aire dulce y acariciante, día azul, el mar brilla, «ya estaban cortadas, se morían tristes en aquella tienda que más bien parecía una funeraria, las plantas y las flores presas, pensé en ti y te las traje, pero ya sé para la próxima vez que no te gusta verlas cortadas sino libres en la tierra» (es decir, no habrá próxima vez), me disculpo, y recibo de sus ojos y sus labios una sonrisa hermosa, desnuda, «el ramo es precioso, gracias, las cuidaré», miro hacia el mar, creo que me llama la costa, se lo digo, y hasta soy cínico, le digo «el trabajo me llama» cuando en realidad me llaman los bajos instintos, toda ella, «dale saludos a compadre», «ese vino tendrán que bebérselo», «no hay prisas» le digo pero no quiero irme.

quintín alonso méndez


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