sábado, 2 de julio de 2016

El último sueño de un viejo

Vendrán muertes, oleadas de muertes y no estaré preparado. No ocurrirá lo de «un día te llamaré y te diré asómate a la ventana». Te oiré decir, otro círculo de vuelta, «volveré», pero tu voz y tu promesa irán dirigidas a otra distancia, a un territorio de carne y hueso, a un «bienvenida, bienhallada». Cada página de escritura, avanzando pesadamente por las ruinas del derrumbe, será un descalabro más aquí dentro, en el sutil abismo que nadie apreciará cómo sutilmente se irá hundiendo, ni siquiera yo, abandonado a la suerte de la indiferencia. Será la complicidad que siempre habrá entre la escritura y los silencios, planetas y planetas orbitando en la quietud más quieta, más vacía, llenos de olvido, y al vacío del mundo, al vacío más absoluto, le diré, sin ecos, «claro que te quiero. Infinito».
¡Cuántos versos se me escaparán a diario, confiando en la memoria, sin recordar que ya no tendré memoria! Llegaré a casa y me diré, «¿cuál era el verso, cuál, dónde me lo dejé?», y me estrujaré las sienes y solo sentiré como un hilo de miel deslizándose camino abajo, camino del lazareto de los olvidos, adonde irán las pocas gaviotas que queden, famélicas, desordenadas, agresivas, a picotear en los restos, y donde algunas madres buscarán una leve sonrisa para los estómagos de sus hijos desnutridos, sentenciados. Filamentos de versos con sabor a azúcar que terminarán en las alcantarillas, arrastrados por los agujeros negros de las tormentas, tormentas que tendrán su origen en el origen mismo, desde dentro de mí y desde las gruesas pinceladas del horizonte. Pensaré en las dos gaviotas que al principio me acompañaron, festivas, alas blancas sutilmente griseadas dentro del triste y enmudecido azul. No serán pensamientos, serán interminables películas de un mundo que nunca habité ni me habitó. Visiones, alucinaciones, desbarajustes de sueños ahorcados en cada esquina. Miraré dentro de la escritura, de la historia, y me diré «no he escrito nada, como siempre», ah, genio de las miserias, y miraré el rastro, cada rastro, de los vuelos, metálicos o suavemente carnales, con plumas, que se dirijan al norte, les alzaré la mano, como un saludo, como un adiós desangrándose, sabiendo que el regreso nunca existió, porque el instante estalló en el aire, sin ida y sin vuelta de hoja, sin regreso. Para que diluvie y se lo lleve todo, cantaré, ah, mi voz cavernosa y penosa, amenazando diluvio, de saltos grotescos, desprovista de materia, de la materia del oído, de la materia del compás y los acordes, de toda materia, cantaré mi canción de un solo renglón, cínico, con puntos suspensivos, contagiada, con fiebre de risa fuera del tiempo, del espacio, de los mimbres del mundo, risa inventada, para que no sea grito, desparrame, «porque no te quiero porque no te quiero por eso me muero por eso me muero…», y será diluvio dentro del más estremecedor silencio, de la aflautada carcajada más fuera de los sentidos, sin sitio, y quizás me diga que quien se ríe es el loco desde alguna parte del universo de los muertos. A diario la cantaré, cortándome mientras a diario me afeite para no lastimar tus mejillas heridas, pero de pétalos de seda, y me gustará ver correr la sangre en busca del pecho carbonizado, la selva negra que nadie visitó, donde las rojas rosas negras se secan, se pulverizan, debajo de la cama. Las flores del adiós.
Caminaré por las caderas de la barca del pueblo, me sentaré en sus huesos de piedra de ballena, otearé el invisible mar que en alguna parte te acogerá en sus brazos de agua. Allí leeré lo que nunca escribí, en los surcos que los silencios van dejando sobre tus propuestas irrenunciables, caducadas por la erosión de las lejanías alejándose, prologadas por una advertencia
Quintín Alonso Méndez



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