jueves, 14 de enero de 2016



                                   El último sueño de un viejo

  __No me dejarás dormir…
Entonces soy más silencio, más quietud, más distancia aunque me quede aquí, donde la nada sabe apresar y meterse en el alma y porque la nada no puede dejar de morder, es su motivo. ¡Que muerda, que muerda la presencia que no está, que muerda la tristeza mientras la otra tristeza, la mía, la otra, la otra mía, la que se empeña en anularme, roza y abre la carnal boca que se me ofrece y me repele, como vaivén de tiempos que se fueron y no dejan de irse y se balancean en las ramas de los árboles que apenas son visibles en la lejanía, mecidos por los vientos de las llanuras polvorientas, de tiempos que se alejan, siempre yéndose, alejándose a cada instante de golpe de campana sorda, de esos tiempos que sólo están aquí, donde la escritura ya está muerta! Muerta aunque te empeñes en llevarla a los labios, besos de labios secos, agrietados por las sed, es rosa muerta, seca, piel que ya no siente aunque tiemble con el paso de la brisa, con las ventanas abiertas. Aquí siempre cerradas las ventanas del cuerpo. Hermética, como el viejo árbol, seco, la escritura que nunca fue presente, que siempre anduvo a trompicones, derrumbándose.
__Pero no te alejes… quédate aquí…
Tus puntos suspensivos, que tienen veredas de más de veinte años, surcos con estrías que regresan al huerto, a la casa con las llaves escondidas donde solo lo saben los amores verdaderos, los secretos y los que nunca se irán del todo. Esos más de veinte años saben lavar las heridas, acompañarlas, compartirlas, lavar la culpa y llevarse la pena, poco a poco, con la paciencia y la labor de la lluvia en la roca. ¿Qué he compartido yo, dónde estaba cuando tú estabas, por dónde andaba la calamidad de mi solitaria soledad, que no corrió a por ti, cuando tú me brindabas tu ser absoluto, por qué renuncié a la belleza egoísta de la vida, en qué esquina me dejó anclado el peso de la derrota? ¿Por qué los pájaros se hacen olvido después del jolgorio del atardecer? No creo en nada. Tus puntos suspensivos que me dicen que me demore en el instante, que lo haga pausa, desayuno de mermeladas, tus puntos suspensivos que arden apacibles cayendo el sol, como chimenea de hogar, y esa tristeza, esa tristeza tan dulce, la mía y la tuya, que ocultas detrás de la mirada nostálgica que cada día fabrica un océano por el que navegan tus silencios, esa tristeza que me ayudará a morirme calladamente. No creo en nada. Ya no sé, de mi vida, qué es lo que ha sido real y qué no. Ya no sé distinguir, o nunca quise intentarlo. Todo crece como una sinfonía que va saliendo de las aguas, no puedo decir del mar porque aquí no hay mar. Siempre ha sido más real la ausencia que la presencia. Me invento renglones con recorridos de ternuras pasando por el camino. Me invento la compañía de la escritura.
__¿Te gustan mis tetas?
No me importan los derrumbes, nunca me importaron, es más, creo que no he dejado de esperarlos. Sin puntos suspensivos, firmes y excitadores los pezones de tus tetas, del color sonrosado de la rosa más carnosa. Tiernamente agresivos. Me hieren, me duelen, ¡tan lejos tus pezones que muerdo y acaricio, tan lejos de mi sed escondida, tan metidos en mi boca, tan míos, tan ajenos! Me instalo en la lujuria porque eres lo que nunca será. ¡Mi hembra! La finalidad que vi al nacer, ¡la finalidad que vi viéndome morir!
__No te gustan.
Muerdo el latido de tu sexo y no te digo que amo todo lo que te pertenece, cada sombra y cada luz, cada palmo de tierra o de arena o de agua, cada isla de tu territorio.
__Amo tus tetas –le digo al latido desguazándose, a la leche materna que aguarda a heredar el mundo. Amo cada hebra de tu continente y contenido, cada fibra de tus sentidos. No diré nada en la escritura. No escribiré sobre lo que significa un amor infinito. Escribo el instante, la mortandad inmortal del instante. Ese asombro inexistente. Te detienes en los objetos, en silencio, los recorres con tu mirada de niña y de bruja. No dices nada. Aun así, eres ese silencio que me habita. Habitas la escritura. La agitas, la llevas por tus afluentes, la haces líquida lujuria, lascivia de la sed, todas la lágrimas de una vida desperdiciada. No quieres creer en mí. No quieres rendirte, pero tu rendición viene de atrás o de antes del tiempo, viene justo de cuando el tiempo se partió en dos. Yo oí el chasquido, el quejido de una vida mutilada, se me abrió una úlcera en lo más recóndito de las entrañas. No sé nada del mundo, de la vida, pero sé de lo que hablo, hablo de los raíles que cruzan otros raíles. Y las voces lejanas que desconozco y no quiero conocer, hablan, mansamente te hablan, te envuelven, te guían. Te alejan lejos del punto insignificante, enfermizo, que siempre tiene fiebre. Y así en la escritura discurre el río sereno de las palabras calladas, ocultas, como si la historia no tuviera cuerpo, piel, sexo. Tampoco tiene destino, no se propone llegar a ninguna parte. Es sabia y es discreta mi muerte, despaciosa, y es cínica, irónica, no quiere hacerme daño. Amar es renunciar al amor para que el amor sea libre y ame. Es de justicia y es el fin primero y el fin último que lo amado viva. Aquí dentro no existe el manicomio, no existe la casa, no hay más que la mala escritura de la historia, el tabaco, esta tos más anciana que yo, tú y yo en manos del despliegue de sombras que dora el sol, de pedazos raídos que cuando llega la penumbra daña los ojos, de la historia que se va sumergiendo, haciéndose olvido, en el papel, suaves caricias que no dejan de ser inmensas pero tristes caricias. Tu sonrisa tu mirada húmeda tus dedos que acarician, invitan a mi boca a tus pezones, en ellos mis labios mi lengua mis dientes liban de tu ternura y de tu temblor más delicados, liban del futuro que no estará, mis manos abriéndote, tus manos guiándome, mi sexo hundiéndose en tu gemido que se arquea, se dobla, en el arco perfecto del éxtasis, ¡ah, fruta prohibida hasta para mis sueños! Incrédulo pero decidido, mi cuerpo se desvanece en el tuyo. Desde el núcleo de la corteza es cierta la dureza del adiós diciendo hola, muerde como tormenta, asola como soledad, silencio que silente desplaza el rumor, la batalla del susurro, enhiesta la tristeza, por una vez alzada como testimonio del olvido, alzada hasta la última gota, instante que se desborda en los perfiles de las hojas del laurel, imágenes que la luz del día envuelve en niebla que aturde sorprende excita estremece, como si quisiera guardarlas para la eternidad, el loco saltó las vallas y ahí está contigo, y te pregunto de qué color son las bragas que rozo con mis dedos bajo la tela negra del deseo, niebla metida en el sol, seda de algodón que nubla los ojos, esparce el murmullo de los pájaros posados en las ramas, deshoja tus carnes, gime el resplandor contigo, te brilla en el perfil de los labios, calla la muerte temprana que tocas, ausente de ti, «son verdes», me susurra tu boca dentro de mi boca. El loco abre los brazos, los agita, vocifera, aventura el derrumbe, y mi tristeza busca tus labios, torpemente me caigo en lo que está y ya no está, ¡cómo corren las palomas por el aire de las azoteas, cómo saben que las hormigas son la primera muralla que encierran el sufrimiento! Te hablo de las pardelas mientras te acaricio los muslos. «Las pardelas tejen la seda de la noche», te digo.
Quintín Alonso Méndez


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