martes, 5 de enero de 2016

                                Foto: Jorge García

                 El último sueño de un viejo

¿Qué hace la tristeza cuando la vida, la ausencia de vida, la invade de pronto? ¿Dónde enterrar las derrotas por venir, en qué lugar vacío de las sombras? ¿Qué nombre se le podría poner a un hijo de lo que desaparece?
Entrar en ti es una invasión de alas en lo que más duele. En la certeza. Palpando la corteza de la vida, el pálpito del vuelo y del derrumbe entrelazados, atados para la muerte más viva. A cada temblor tuyo de marea, a cada embate, la marea más te aleja de mí. Embates perdedores que te atraen para alejarte más, desatándote, liberándote en el corazón oscuro y gimiente del más íntimo placer. Pero la sangre es la hija del fuego y las hogueras invaden nuestros territorios, nos ensamblan. Eres triángulo, y muy raramente vez en los tres vértices habita el mismo tiempo mineral. Amar es morir un poco más cada día, aunque el amanecer hable del renacer, vistiéndose de claridad. Estos renglones trazan las líneas del presente, infinidad de líneas paralelas. La nada. La nada surcando las ausencias de espacios. Pero trazan las delgadas hebras que un día hicieron trenzas espesas de luz y anhelos de un instante primario, ingenuo. Estoy en la escritura, escribo con los pasos de lo que no tiene pasos, de lo que no está. En esta escritura que ya es un pasado remoto, pero donde aquí es siempre ahora, clavándome en ti, donde diciembre está siendo un mes delicado, como seda en la calidez de las llamas, tan remoto el alcance del instante, el querer atraparlo, es morder los labios y ya es el hilillo de sangre que mi lengua lame con veneración, horario pervertido con las horas salteadas. Ojalá mi cansancio no tuviese recuerdos, desaparecida la memoria, ni mesa y dos sillas predispuestas, absurdas en su inmovilidad muerta, ojalá todo fuera un barrimiento absoluto de la memoria, ser niñez, pero asustada y enferma niñez, la niñez más remota. Innegociable niñez. Azul diciembre, perezosa la brisa pérfidamente perezosa, cálida. Un mes que se asemeja a un ramo apacible de rosas amarillas, irreal. ¿Qué significa una gota de miel en el desierto? ¿Qué significado puede tener un instante con reloj en la infinitud del espacio y el tiempo que unidos se alejan? Me digo que alguien pretende que la arena del desierto agradezca la caída de una gota de miel sobre su extensa piel seca, que le haya sido vertida la luz del sol en azúcar. Me gusta este dolor vital que me muerde y me consume. Me gusta sentir el deterioro, la lenta pero inexorable muerte de cada inmensa célula, instante a instante dentro del mismo instante. Eso me indica que voy por el buen camino. Por el recto camino de la terminación. Muerdo tus pezones, los muerdo no como un niño asustado, sino cruelmente y desdentado como un viejo asustado. Ya viejo para todas las cosas. Me orino y me gusta orinarme encima las noches de lunas de abejas. Es miel mi orina deslizándose por los muslos pálidos como el mármol de las sepulturas. Caminando por el buen camino, por entre las malezas del dolor, ahí, en ese punto donde el dolor espera el momento más débil de la presa. Sé que me doleré. Moriré sin irme, o quizás sea todo lo contrario y me vaya sin morirme, así sería la condena perfecta, el lógico sentido matemático de las cosas en su buen sitio, donde deben de estar, por eso esta historia tiene los perfiles justos para, justo ahí, en la sombra, desdibujarse, amamantarse de sí misma y nutrirse de sí misma para así morir esquelética en su cerrada historia. O morirse para que entonces sí, se alimente mi desnutrido esquelético espíritu de la nada más completa, del núcleo mismo de la nada. Morí y moriré y muero penetrándote, indagándote, buscándote, desencontrándote, perdiéndote, siempre perdiéndote, y nadie supo nadie sabe nadie sabrá encontrarme, ¡ah, bello reluciente y escorpiano infinito instante de un solo instante! No hay nada que se pueda encontrar más allá del instante terrenal, lo que nunca fue encontrado. Lo que aquí no se encontró aquí tampoco se quedará, toda la sabiduría del mundo se la ha llevado y se la lleva la mortandad del silencio al otro mundo. A lo que fue antes de la nada. Será la no historia la no memoria la no descendencia. No sé si sientes, percibes, mi sangre en ti, en tu piel y dentro, hincándose en las raíces de tus carnes, porque en ti me desangro copiosamente cada vez que hago el amor contigo, todo en un minúsculo instante, ese instante infinitésimo que toda estadística anula y desprecia por inconsistente, sin daños o perjuicios alguno que moleste que la verdad siga incólume, sin una brizna de justicia que roce el futuro marcado, este mismo minúsculo instante en que escribo, tan encendida la tarde de diciembre, como si la nostalgia quisiera pasear por los colores mágicos del atardecer, ¡ah, la mar ha de arrullar alguna costa en este preciso instante, sea mar de océanos o mar de valles y montañas! Tan fugaz el instante de la fugacidad que a veces me pregunto si llegamos a besarnos, si llegó a darnos tiempo, si es cierto que ahora nos besamos o son nuestros labios nada más, vertiéndose por el trigo de la piel, por los ojos que se duermen, apacibles como cosechas olvidadas, lánguidas, los tiempos que corren, y son de tierra, sin memoria, ausencia del agua, de la memoria del agua, o si es nada más la escritura que ilusamente quiere desparramarse como quise y quiero desparramarme en ti. No soy capaz de decirte que te quedes así, desnuda bajo la sábana, tendida de lado, como si me esperaras para recibirme, tantas cosas que quiero decirte mientras lío el cigarro, perdida la mirada en la desnuda duna perfecta de tu cadera, y mientras lo hago, mientras lío el cigarro, te busco un verso que no olvides, y el verso es «gracias por olvidarme», pero el que escribo, modulado moldeado aserrado limado lijado alisado libado mordido besado simplemente contemplado llorado, es «gracias», dolida y desnudamente gracias. Te miro. Duermes. Es hermoso contemplar tu hermoso inmóvil silencioso desnudo libre sueño, preso de tus sueños. Saboreo la escritura del verso, le toco su piel vegetal mineral planetaria de papel, todos los versos dentro del mismo verso, como si realmente existiera la existencia del instante. La sensación inaudita única irrepetible de mi carne hendiéndose en tu carne, el susurro gimiente, que más que presentir, deseo. Nunca llegué a la estatura del tiempo donde se ama y se es amado, como si el tiempo no importara o fuera el mismo para la despedida que para el regreso. ¿Cuántos siglos puede tener un dolor? ¿Cómo detener su crecimiento, que no deja de crecer porque es salvaje su propósito, no como la brisa efímera de una sonrisa que nada más decir adiós se desvanece, tan como si nada se desvanece, yéndose a las alas de otra paloma o pájaro o gaviota o a los enraizados brazos de un hombre de mar tierra adentro? Te ondeas, ancha barca cerrada en tus caderas, ahí confluyen todos los caminos y veredas, no hay atajos para recorrerte, hiriéndome la vida, la apenas vida que he descubierto y ya se ha ido. ¿Cómo morderte el cuello y que sientas que es mi único beso niño de este mundo, mi único te quiero que poso en el surco de la vida, mi único mi único mi único instante que no he tenido? Las hormigas están lamiendo las heridas hembras de tus gemidos.
Quintín Alonso Méndez

3 comentarios:

  1. Hemos aprendido que tiene que doler si no no es musa ni poesía

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  2. aquí hasta el último aliento...

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  3. Gracias por este regalo. Precioso, va siendo perfecto. Gracias.

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