lunes, 18 de enero de 2016


                               
                                   El último sueño de un viejo  

__No son pardelas –me dices--, son tus manos. Son tus manos…
__ Buscan el nido de la oscuridad, ahí tejen, tejen la luna y tejen los alambres de las caricias nocturnas, se cobijan, gimen con excitante y cálido roce de la cálida brisa oscura, se introducen en la humedad de la serenada, palpan el latido del temblor, de la lava en el agua, palpan y estimulan las olas negras del sexo, que se abren líquidas, palpitadoras, las flores del mar.
__Son tus manos…
Escribo con la memoria del dolor, que exalta este instante a lo más sublime y aletea herida de muerte, nublándose, como esa ala partida del alma, que cae y se hace cenizas antes de llegar al suelo. No sé si es la escritura o eres toda tú, pero tenerte aquí, así, acariciándote así, sentimientos que no tienen palabras, sólo el color de las carnes desnudas deshojadas, desnuda y abierta al horizonte cada isla del cuerpo, confirma mi ausencia del mundo, mi mundo de ausencias, un árbol sin hojas en el otoño de la edad con las ramas secas, cuando la edad ya no tendrá tiempo de doblar la esquina del destino y no volverá a ver el color radiante de las hojas verdes resbalando por la suavidad de los días, retoñando. Somos los amantes del instante, del único instante sin instantes, o lo estoy siendo yo, cuando en realidad mi vida está vacía de instantes, incapacitado para amar, instante que me regalas pero que se cae al suelo, no se rompe, se hunde en la profundidad terrosa de la nada, ahí, bajo tierra, donde es perfecta la vaciedad del silencio. Miras desde la ventana, miras ese horizonte que desconozco, que acabas de dejar y por el que suspiras con la modestia de la quietud, de la sonrisa despreocupada, sabes que pronto te perderás en el abanico abierto de ese horizonte, multicolor, agradecido, juguetón, que te espera. Mientras lío el cigarro, te miro, me entretengo en la encarnación del sol en tus caderas, en la cascada de lluvia negra de tu pelo deslizándose por la espalda, me entretengo en mi rito suicida de liar el cigarro, para no dejar de mirarte, con deseos de decirte que te quedes así, así, quietud, paz en esta menuda distancia infinita que nos separa, eternidad inmaterial, materia que se me escapa en cada caricia, en cada gesto erotizado, y ahora mi mano, que quiere escribir la inmensa amplitud del sentimiento inmenso de al fin mirarte y verte, se escabulle, vence las dificultades de la torpeza, y te encuentra, ya húmeda, ya deshojándote en los pétalos de lo que nunca tendré, estás de espaldas, no te vuelves, nunca te veré la tristeza, pero extiendes la mano, inicio del gesto que anuncia calladamente la desnudez
__ven –me dices. Las delgadas nubes blancas dicen que mañana será viento.
  Y miro tu mano que parpadea, que es la luz y son las sombras que se escabullen entre tus dedos, parecen mariposas diminutas de alas pardas y plateadas, tu mano que quizás me implora «quédate ahí, quédate ahí, que se eternice el instante en la quietud de la nada», y no te vuelves y no te llamo y no se mueve el aire, y no veo la tristeza en tus ojos, y no ves la derrota, el derrumbe, en los míos, es el instante del amor, miro tus hermosas caderas y tú sabes que las miro, y así te ofreces, temiendo y aceptando y saboreando este temblor antes del temblor, o es después, todo es después de no haber vivido, de no haberme levantado, acercarme a ti con el silencio preciso de que lo sientas desnudándose mientras silencioso me acerco, y susurrarte, mordiendo el escalofrío de tu cuello, «te he secuestrado», y aquí te tengo, secuestrada, atada en la escritura, aún más libre que la ausencia, aún más lejana que en el encuentro mismo del instante, lo has visto al mismo tiempo que yo, el parpadeo súbito, instantáneo de lo que nunca será y los dos callamos, hurgándonos. ¿Tristeza, dolor, pena? Nada. El descubrimiento repentino, brusco, de que la nada existe, ese cordel que une y al mismo tiempo separa, pero que confirma, mortalmente confirma.
__Quédate así, no te vuelvas, quiero decirte una cosa.
__Dime…
Es cierto que el aire tiene alas, en ellas pongo mis palabras para que te lleguen después, pronto, ahora mismo, en el centro del instante, cuando yo ya no esté.
__Es verdad.
Dejamos que el silencio se desparrame por todos los surcos de todas las sensaciones, veo cómo las hormigas muerden tus caderas, tu vientre. Vas a decirme «¿qué es verdad?», pero callas, todas las palabras terminan ahogándose en el estanque de la garganta, callas, aguardas, ¿apenada?, a que el viento, cualquier viento, sorpresivo, una ráfaga de un presentimiento, te acerque mis palabras.
__Eres tú –te digo.
Nunca el silencio ha tenido un lugar tan preciso, un espacio en el tiempo tan nítido, natural, tan exacto el silencio, tan limpio, sin edades. Una nube gris, hija de la claridad azul, baja y nos aprisiona, nos lleva a la cama. Nunca el silencio habitó tantos sueños, tantas derrotas nada más conocer los sueños. El gran sueño de Virgilio fue quemar la Eneida, purificarse, morir él, quemando la obra para volver al origen, a la nada de antes de la nada. Así escribo los renglones de la historia, amándote, con la sensación de que siempre es desde aquí, desde fuera, desde fuera de ti y fuera de mí. Estos son los renglones que aún están a salvo, a flote, pero que terminarán hundiéndose en el océano oscuro del tiempo. Nunca un silencio tan intenso, puedo tocarle sus fríos huesos desnudos, ha podido caber en un instante tan fugaz, tan inexistente de tan fugaz. Y nunca un silencio tan inmenso ha llameado tanto en la carne, en el vacío del mundo, este vacío inaudito hijo del silencio, desgarrándose en el acto de amarte. Tus dedos, o son las mariposas del destierro, trepan el aire, por el filo de la ventana, tu boca se abre a la luz transparente, «tienes que hacer algo con las hormigas», me dices, «o te van a echar de tu propia casa». Desde detrás de ti, veo tu mirada perderse en el sueño que te espera. Se va por océanos tu mirada, y por ellos navega. La tos cavernosa se instala en mí, tan oscura como la noche incierta, y esta tos es la única voz que habita la noche, gruesa y ronca como el rumor del silencio en este paraíso aislado, infinitamente alejado de los demás paraísos, paraíso dentro del instante, inabordable instante. Cohabito en ti y muero en ti, atravesado por la sonrisa que me regalas, igual de inolvidable que el olvido más prolongado. Soy el abismo. Beso todas tus bocas, recogiendo besos para el viaje. Será la única agua que me lleve para el viaje más seco con el paisaje más desolado. ¿Por qué me das tanta vida de poner y quitar? El primer síntoma de la vejez es el abandono, que viene de la mano de la desmemoria, hay días que me olvido de los zapatos y salgo de casa descalzo, otras veces he de regresar a por las gafas, tan difuminada la luz de la vereda, y ya muchas veces, en casa, me olvido de quién soy, me dejo el fuego encendido y hasta tengo la tentación de ponerme las alas para verte volar. Con el abandono viene el cansancio, y ya sabes que los cansancios sólo pueden traer derrotas, derrumbes de edificios enteros cuyos pilares son los recuerdos, roídos por el desconsuelo. 
Quintín Alonso Méndez

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