martes, 29 de julio de 2014



 Te prometí escribirlo.

La música suena en el día que recién se ha levantado, aún no tiene pájaros en los alambres, son ovillos de sombras los árboles. A la música la trae el eco rumoroso de la marea. Viene de una lluvia de violines de madrugada con viento de contrabajo, de desgarros de cuerdas de guitarras desgarrándose, y ha abierto los ojos metida en la neblina. Ahora suena acamada, como si tuviera hojas de yerba rozándole los dedos. Ésa es la música: el susurro de la brisa frotándose mimosa, y le cuelgan perezas, con la verde blandura envuelta en el gris nebuloso que baja de las montañas. La brisa se cae al suelo, arrastra gemidos. Hasta que no se rompa, el tiempo va a hacerse muy largo: luego, después del suspiro del beso, será aún más largo, hasta que llegue el letargo dulce, vivo, de la estancia o el triste de la ausencia. Desde el suelo, la humedad sutilmente sopla, débiles aleteos que le ponen delicadas sedosas alas a un aire tibio que se evapora, encenizado. Sí, silencio de humo azul. La mar en calma. Quizás diferente la calma, de un domingo diferente. Calma desconocida, pero que consigue que las lágrimas o el gesto de las manos como quitándole el polvo al cuerpo desnudo, se conviertan en una ligera sonrisa con algunas gotas de tristeza, embargo de emociones o ternura adolescente o quizás ya vieja, venidas del nacimiento, de esas sonrisas apenas, tímidas, que no saben dónde poner las manos, que se sientan en los bancos de las plazas, a la sombra de los árboles laureados de laureles, a las sombras de las esperas incrédulas que se asombran, ¡azules!, en el encuentro. Cuando hay que coger al corazón por el cuello y retorcérselo para que se calle, busco a la gata y ahí está, en su caja gatera de cartón, en silencio le doy las gracias por todo lo que me ha dado, y antes de que sea demasiado débil y se me afloje la mano en el cogote del corazón, me vuelvo para adentro y cierro, aquí nadie me ve. Aquí no estoy, ¿quién va a tocar en una puerta con grietas, carcomida, y que nunca ha sido pintada?, y así es fácil que me vayan olvidando. Es la música ahora, son dulces violines mañaneros bajo el agua de este paisaje a solas –seco de lágrimas secas: mírale las ausencias, la ausencia única--, luego serán mudos violines apoyados en la pared, en el momento en que la tarde sea más perezosa, más azul. Pero no es música lo que suena. Es la solemnidad del silencio. Si fuera más sincero, diría de la nada. Te prometí escribir el cuento.
¡Si pudiera atraparle el canto al pájaro y depositarlo en el corazón de tu boca!

                                      Quintín Alonso Méndez

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