sábado, 20 de mayo de 2017


La Prosa

Acto uno. El escenario es un día con el color nostálgico del gris. Música entremezclada de violines gruesos y agudos, de pájaros ocultos en la espesura de las hojas.

Una casa destartalada en el campo –hay que llamarla casa porque un día aspiró a ser hogar--, pintada de rojiza piedra de cantera, pecado mortal habría sido el enjalbegarla, con techo a dos aguas, de tejas descoloridas y rotas, semihundidas, secas en lo más sublime de la rugosidad, sostenida renqueante pero en pie por alguna mano del otro mundo, ¡ah, la dulzura desgajada, opiácea, de la amapola!, con acomplejados ojitos tímidos de tejado a la intemperie, pero alertas, de perenquenes y gomeretas --de los pocos supervivientes en medio de tanta secura--, rodeada de pequeñas lomas del color de la enfermedad, verdes amarillentas, alisadas, de la misma tela que dejó al descuido la remota lluvia, perfiles de las nalgas y las caderas perfectas de una divinidad de hembra desnuda, tendida, con el color suave y delicado de la otoñal primavera rondándole las finas estrías de la piel, puede que sean heridas de otros planetas, como los tallos de la yerba castigados por el sol, que se quiebran. Un hombre con sombrero de paja, encorvado sobre la tierra, al que ya le pesa el cuerpo, apoyadas las manos en las rodillas, se mueve lento, como si buscase algo en la tierra agrietada y seca, ¿o le está hablando al silencio del tiempo? Unos pocos árboles desperdigados, viejos eucaliptos y viejos olmos, cuyas ramas recuerdan a mástiles vencidos de barcos naufragados, un vago olor a menta y sensación de rugosidad de madera al tacto del aire en el rostro. Despacio, el hombre malamente se yergue, apretándose esa lumbalgia que amenaza con incendiarlo con las dos manos, y malamente erguido, despacio va alejándose de la casa, y ya camina, sin detenerse a mirar hacia atrás, seguido por un perro que parece protegerle las maltrechas espaldas. En el paisaje de fotografía antigua se dibuja el contraste entre la pesadez del hombre vencido y la robustez viva del perro. No se detienen, saben que se aproxima la noche y antes han de encontrar cobijo. El perro ladra, acercándose al hombre, frotando el hocico en la pernera: se ven diminutas luces a lo lejos. Aprietan el paso y el hombre aprieta los dientes para amordazar el dolor afilado que tira de sus piernas. El hombre mira a lo alto, un abismo espeso de gruesas nubes entra en sus ojos, sabe que éste es el momento, es la memoria, de avivar más que nunca su vocación incumplida de llegar al mar.

quintín alonso méndez

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