sábado, 12 de septiembre de 2015



Escriturasfugaces

El último sueño de un viejo

La redondez de la historia empezó al final. Tuvo su principio en el cementerio. Donde fue enterrada. Ese día nacía el círculo, un círculo sin ningún sentido, sin dimensión alguna, quizás la redondez perfecta esté en la quietud, o más bien en la parálisis de la quietud. Recuerdo el día como si el día fuera en este hoy, exactamente anclado en hoy, un nueve de enero ventosamente frío, no importa el año porque me pertenece, es mi única pertenencia, conmigo está, amenazaba lluvia según oscurecía, los fantasmas tenían las alas grises de las tristezas  y chocaban contra las ramas altivas de los cipreses. Al suelo caían hojas plateadas de abedules inexistentes. Los gatos eran pájaros o los pájaros eran gatos que se escondían tras las lápidas. Esta historia puedes llamarla mi historia porque sólo la conozco yo, ella descansa en su descanso eterno. Las verdaderas historias no se conocen, se entierran y luego serán el olvido, el alimento de los gusanos. Desde ese preciso instante del enterramiento, de ella, de la historia, nacen, si acaso, leyendas y fantasías, como carnosas raíces negras, rumores que hay que atizar y fortalecer para que el sinsentido no lo derrumbe todo de golpe, luego vendrán poco a poco las veladuras del tiempo, los alejamientos que nadie ve alejarse, las sombras cada vez más calladas, más difusas, los silencios, las nadas. Solo florecen las malas y criminales historias políticas, las verdaderas, las que siempre estarán presentes, guiadoras del rebaño clandestino. Poe costumbre, no me fijo en las personas, por eso no me fijé en la raíz desnuda del cuello femenino. En cómo la desnudez le venía ebria desde las más arraigadas raíces, negras en sus uvas nocturnas y del color dorado del vino en los rincones con luna. Al igual que yo, estaba apartada del grupo y al igual que yo buscando la protección de la sombra de un ciprés. El grupo en círculo, resumiendo tan fácil la historia, alrededor de la tumba, semejaba un bailadero. Observé, una de mis manías, que perdiendo la vista detrás de la desnudez del cisne, del cuello femenino, la vista se me iba al oriente, cuando ella advirtió mi presencia, su mirada de aguas oscuras se perdió rumbo a occidente. Por primera vez sentí que la brisa era el más profundo silencio. Cuando el grupo empezó a disgregarse, me perdí por entre el laberinto de tumbas. Lo que no podía tener ningún sentido en aquél momento, era una reunión de encuentros. Era justo todo lo contrario, el gran desencuentro. «Hola», era ella, la voz de la poseedora del cisne desnudo resbalándole por el cuello. Dijo mi nombre como pregunta, queriendo tener la confirmación de que yo era yo, y cuando los dos sabíamos que sobraba la pregunta: la amplitud de su pregunta abarcando mi ser, todo mi no yo. Mi silencio le dijo que sí. Su mano prolongación de cisne me tendió un sobre de color violeta, «me pidió que te lo entregara en mano», fueron sus palabras antes de girar su cuello de cisne y perderse en busca de la salida del laberinto. Entonces sentí cuánto me pesaba en la mano la liviandad del sobre, el peso de un universo. Llegué a casa con la noche. No sé por dónde vine, por los vericuetos de los espesos recuerdos, más bien ensoñaciones, una niebla por la que la historia, yéndose al origen del más remoto dolor, se perdió. Cuánto duele siquiera imaginar que la ternura estuvo entre mis manos. ¿El pasado, el pasado de esta historia es caminar de vuelta por una estrecha y larga calle sin esquinas? La noche entró conmigo en casa, pero la noche ya estaba, desde el cementerio. El pasado es la noche. Soy pasado. Si mañana llegara el alba, será la noche dentro del día. El primer «hola» fue dentro de un beso, lo palpé de nuevo, vivo, dolorosamente carnal, cuando la mano prolongación de cisne me tendió el sobre. Me estremeció la ternura, el frío mortal del recuerdo palpitando violeta entre mis manos, un pez pidiéndome el mar. En un instante, el tiempo nos materializó y en otro instante aún más ínfimo, el tiempo nos disolvió. Entre los dos instantes un «hola» que fue una isla que se hundió apenas se echó a la mar. ¿Puede la ternura de una sonrisa ocupar todos los espacios, los despiertos y los dormidos? Dentro de la noche, rasgo el vestido violeta del sobre. El sobre, vacío          

                                                       Quintín Alonso Méndez 

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