jueves, 6 de agosto de 2015


Escriturasfugaces

Alguien te llamaba.-
“alguien te llamaba”. Eso le oyó decir a la niña en la plaza, desde un banco cercano, se lo decía a su joven madre, tirando de sus largos y delgados dedos hacia abajo, hacia el suelo, adonde las palomas bajan a picotear en los sueños que suelen caerse desde lo alto, desde terrazas y barandas de miradas ensoñadas, y ocurre igual a cualquier hora del círculo, cuando empieza a amanecer, al mediodía, cayéndose la tarde o ya con la ensoñación metida en la noche, dulce y húmedo ronroneo de los roces. Caen de los árboles las palomas y picotean, sueños rotos y débiles sueños incrédulos, y es un péndulo que late dentro de la mirada al compás de la marea y la mirada se va lejos, muy lejos, a los extraños y llamadores laberintos de los deseos. Ahí estaba ella, con los ojos hundidos como peces en la calidez oceánica de la tarde bajo la sombra del árbol, “alguien te llamaba”, le insiste la niña y ella la oye lejanamente, como desde dentro de un sueño brumoso. Había mirado al banco cercano y vio al hombre. Un pequeño escalofrío hizo que tenue le temblaran los labios y sintiera un tímido aleteo un revoloteo inquieto en el nido de mariposas que dormitaban en su vientre. Sólo lo había visto una vez, fue un mediodía de sábado, ella  sentada en un banco de la plaza esperando una llamada, en aquel mismo banco, él sentado en un banco cercano, en el mismo banco que estaba ahora. Estaba sola metida en sus cosas y él no la miraba, pero sí, de vez en cuando sus miradas se cruzaban, en un momento indeterminado del azar se enredó en aquella mirada, y no era la mirada, eran todas las miradas, distinta cada una pero siendo la misma mirada desnudadora dulcemente obscena, primero fueron descendentes pero luego subían despacio y bajaban despacio, subían, se detenían…bajaban…, péndulo de una perezosa marea baja. La primera mirada la sintió en los ojos y no supo esquivarlos, los esquivó él, como diciéndole “ha sido sin querer, perdona”, pero un temblor menudo le dijo que no habría sabido apartarla, luego la sintió en los labios, posada, posada, en el cuello, descendiendo lenta, como si fuera un dedo descendiendo despacio despacio, sintió el cosquilleo que le bajaba por la nuca y bajaba enredado en su pelo que resbalaba resbalaba cosquilleándole el inicio de los pechos, se agitaba el aire, la brisa que la rozaba, estaba como desnudándola despacio, eso sintió y se quedó así, expuesta, no recuerda si pensó en levantarse y dejar que la fuera desnudando íntegra, le palpitó la piel, la carne de la piel, le palpitaba la brisa con sus roces que apenas la rozaban, le gustaba el acariciante roce de sus propios brazos en los pechos, los apretaba contra ellos, los deslizaba rozando las dos rosas oscuras sensibles endurecidas por la sed, apretando suave y mimosamente las piernas, la humedad la habitó, la estremeció, su cuerpo se abrió en flor, trémulo, “alguien te llamaba”, le dice la niña tirando de ella, de sus largos y delgados dedos, temblorosos, unas palomas picoteando en el suelo, entre las piernas de la hija y la madre que abre las piernas despacio estremeciéndose. Mira al banco cercano, inicio de sonrisa afrutada, y tan lejos el banco vacío, atardeciendo. Siente el frío de la tarde oscureciéndose, le sonríe, por qué triste, a la niña, le dice que es hora de volver a casa, caminan despacio por la plaza vacía, y siente que es la misma vaciedad que siente en las entrañas, en ese vértigo del deseo, el mismo frío sin la mirada desnudándola despacio como despacio le acaricia el cuerpo la brisa que anochece desnuda, “mamá, alguien te llamaba”


                                                           Quintín Alonso Méndez

No hay comentarios:

Publicar un comentario