viernes, 5 de junio de 2015



Del libro de poemas
                  Escriturasfugaces

Voy a la deriva y frágiles los versos
para sostenerme en ellos.
Frágil la luz de la vela, zarandeada por los vientos.
En el carajo del mástil, un nido espera a la última aventura,
la de la muerte. Que venga y se quede. ¡Ah, lluvia del acero!
Será el advenimiento con vientos huracanados, la furia del olvido,
tempestades desde lo más adentro. Así la brisa derriba las amapolas.
Así abaten las lunas las distancias de los bosques. Fin de mi tiempo.
Volverá el búho a posarse en la rama del silencio. El murciélago
en su círculo del ojo negro. Caerán las palomas, disparadas por la tristeza.
Pero aún existe una tarde como ésta, sin veredas, con la niebla tumbada sobre el mar,
un barco fantasma con hilachas colgándole de los ojos, como al murciélago,
un esqueleto al timón, una fría espada que corta el océano en olas, olas negras,
se vierten en espumarajos, verdean la humedad de lo viejo, alzan lo vencido.
Voy a la derivada, atrás se quedaron los versos, demasiado frágiles
para sostenerme en ellos, me agarré a lo cierto, me vendí al infierno,
y ahora ya soy un dios eterno, fuera del espacio y del tiempo de la vida,
de la gran mentira del cielo. Habitante del universo, donde en cada partícula
palpita un recuerdo. Son las estrellas.
Es por eso que a los niños se los obliga a mirar al suelo


                                                       Quintín Alonso Méndez





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