Aquél hombre no tenía adónde ir, por
eso estaba en todas partes, invisible como un dios. Una vez estuvo en un lugar
donde no debía de estar y la sentencia fue firme. El destierro. Nunca más
podría estar donde crecen las flores. Se hizo a la mar y se perdió tierra
adentro, donde gobernaban la sed y los silencios. La sequedad era su mundo. El
mar en lo más lejano, como el horizonte, y la lluvia nunca llegaba al suelo. Su
destino era no dejar de caminar. Cierta vez, en las lejanías del tiempo, una
mujer lo saludó, no llegará a saber por qué, pero le dejó, en lo profundo de la
oscuridad, prendida una pequeña luz con la que lograba mirar y ver. Desde
entonces camina conmigo, aunque raramente nos hablemos
A aquél hombre, a este torpe aspirante
a viejo, no dejó de maravillarle y de asombrarse a diario por las menudas tan
inmensas luminosidades de la naturaleza, por sus criaturas deslumbrantes, desde
la libélula, la hormiga, la mariposa, la abeja, a sus océanos más profundos, a
sus cumbres más elevadas. Preso sin cadenas, libre de su tiempo, no tenía prisa
por no llegar a ninguna parte. Él esperaba pero nadie lo esperaba. Se tradujo en
fugacidad de la existencia, en esa eternidad que se queda, escribiendo quimeras
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