Aquella tarde no existió. Pero logro
que exista, la traigo a la magia de la escritura, la hago existencia y consigo
que sea eterna. Podría ponerle fecha, año, mes, día, pero eso sería como
ponerle un marco, aprisionarla, y no, fue tarde inmensa, inabarcable, ocupó la inmensidad
del todo, en ella cabía el universo. Fue tarde para el placer más sublime, el de
saber y sentirnos vivos, parte del prodigio de la vida, no para la instantánea.
Aquella tarde nos hizo inmortales, fuimos raíz del latido, latido de la raíz. Estuvimos
en el tiempo y lo detuvimos para ser nosotros. ¿El lugar? Todos los lugares en
el mismo lugar, la pequeña playa, aquella caleta recogida y solitaria, cobijada
solo por gaviotas y el rumor ebrio de la marea, el tálamo donde el sueño fue
carnal, se hizo materia. No sabemos cómo llegamos allí, qué nos llevó. Estábamos.
Nunca sabrás cómo me inundó tu mirada, cuánto te sentí. Descalzos, la arena
quemaba, caminabas como si temieras despertarla, descubrí la música primaria, más
íntima y desnuda, de tu risa. Quise besarla. Callada, con pasos de garza, te acercaste
a la orilla, se detuvo la marea, se posaron las gaviotas, el sol acariciaba. En
ritual, lentamente, te desnudaste. Puedo decir que supe de la vida, bebí de
ella.
Nunca más, ni antes ni después, la
belleza de existir estuvo tan presente. Fue cierta.
Aquella tarde es cada tarde del
tiempo
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