Antes
de ser escrita, la carta se rompió. No fue ala, ni siquiera fue papel. Quizás
no fue ni pensamiento. Se rompió como se rompe la luz cuando se hace la noche.
Se nace de noche para saber que se vuelve a la noche, y por esa rendija, por
ese espacio fugaz del día corrió lo que iba a ser la vida. No dio tiempo a más.
Escribo en la oscuridad y a oscuras. Por eso mis escrituras no vuelan. No ven.
Son como olas derrengadas que se caen vencidas a la primera señal de brisa
diurna. Les viene el recuerdo del frío con la alborada y se encogen y se
encierran y en espirales de caracolas se rompen dentro de sí mismas. Vuelve a
ser feto lo que nunca fue nada, embrión hibernando en el vientre del silencio
más oscuro, lo que llamamos eternidad para no llamarlo muerte. Una carta que
quiso ser escrita desde el primer instante, para así existir, tener un sentido
y una dirección. Una carta que fuera la flecha y marcara la distancia a recorrer,
ese puente tendido para que el destino llegara a puerto. Una carta que después
de todos los instantes vagara errante, fantasma de las noches y luz invisible
de los días, una carta que se rompió antes de ser escrita. Se fue, con los
renglones anhelantes, camino de veinte años atrás, o aquí mismo, cerca, donde tú,
justo cuando el instante iba a ponerse las alas que dicen llevan al futuro pero
que han llevado al tiempo antiguo que nunca se movió y que no dejó de esperar.
Una carta rota aquí entre mis manos deshabitadas, que me llega cada noche desde
algún mundo habitado, una carta que no fue vuelo, ni siquiera papel. No dio
tiempo a más. Fugaz el espacio del día, pero rendija de luz
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