Alguien te llamaba.-
«alguien
te llamaba». Eso le oyó decir a la niña en la plaza desde un banco cercano, se
lo decía a su joven madre, tirando con sus manitas de sus largos y delgados
dedos hacia abajo, hacia el suelo, adonde las palomas bajan a picotear en los
sueños que suelen caerse desde lo alto, desde terrazas y barandas de miradas
ensoñadas, y ocurre igual a cualquier hora del círculo, cuando empieza a
amanecer, al mediodía, cayéndose la tarde o ya con la ensoñación metida en la
noche, dulce y húmedo ronroneo de los roces. Caen de los árboles las palomas y
picotean sueños rotos y débiles sueños incrédulos, y es un péndulo que late
dentro de la mirada al compás de la marea, y la mirada se va lejos, muy lejos,
a los extraños y llamadores laberintos de los deseos. Ahí estaba ella, con los
ojos hundidos como peces en la calidez oceánica de la tarde bajo la sombra del
árbol, «alguien te llamaba», le insiste la niña y ella la oye lejanamente, como
desde dentro de un sueño brumoso. Había mirado al banco cercano y vio al
hombre. Un pequeño escalofrío hizo que tenues le temblaran los labios y
sintiera un tímido aleteo, un revoloteo inquieto en el nido de mariposas que
dormitaban en su vientre. Solo lo había visto una vez, fue un mediodía de
sábado, ella sentada en un banco de la
plaza esperando una llamada, en aquel deslavazado mismo banco, él sentado en un
banco cercano, en el mismo banco que estaba ahora, aún más deslavazado. Estaba
sola metida en sus cosas y él no la miraba, pero sí, de vez en cuando sus miradas
se cruzaban, en un momento indeterminado del azar se enredó en aquella mirada,
y no era la mirada, eran todas las miradas, distinta cada una pero siendo la
misma mirada desnudadora, dulcemente obscena, primero fueron descendentes pero
luego subían despacio y bajaban despacio, subían, se detenían…bajaban…, péndulo
de una perezosa marea baja. La primera mirada la sintió en los ojos y no supo
esquivarlos, los esquivó él, como diciéndole «ha sido sin querer, perdona»,
pero un temblor menudo le dijo que no habría sabido apartarla, luego la sintió
en los labios, posada, posada, en el cuello, posada, descendiendo lenta, como
si fuera un dedo descendiendo despacio, despacio, sintió el cosquilleo que le
bajaba por la nuca y bajaba enredado en su pelo que resbalaba, resbalaba,
cosquilleándole el inicio de los pechos, se agitaba el aire, la brisa que la
rozaba, estaba como desnudándola despacio, eso sintió y se quedó así, expuesta,
no recuerda si pensó en levantarse y dejar que la fuera desnudando íntegra, le
palpitó la piel, la carne de la piel, le palpitaba la brisa con sus roces que
apenas la rozaban, le gustaba el acariciante roce de sus propios brazos en los
pechos, los apretaba contra ellos, los deslizaba rozando las dos rosas oscuras
sensibles endurecidas por la sed, apretando suave y mimosamente las piernas, la
humedad la habitó, la estremeció, su cuerpo se abrió en flor, trémulo, «alguien
te llamaba», le dice la niña tirando de ella, de sus largos y delgados dedos,
temblorosos, unas palomas picoteando en el suelo, entre las piernas de la hija
y la madre, que abre las piernas despacio estremeciéndose. Mira al banco
cercano, inicio de sonrisa afrutada, y tan lejos el banco vacío, atardeciendo.
Siente el frío de la tarde oscureciéndose, le sonríe, por qué triste, a la
niña, le dice que es hora de volver a casa, caminan despacio por la plaza
vacía, y siente que es la misma vaciedad que siente en las entrañas, en ese
vértigo del deseo, el mismo frío sin la mirada desnudándola despacio como
despacio le acaricia el cuerpo la brisa que anochece desnuda, «mamá, alguien te
llamaba»
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