lunes, 19 de octubre de 2020

 

    jorge garcía

Viaje interminable (87)




Muchas veces no escribo el clima del paisaje, sus atmósferas, sus particularidades,

sus honduras desheredadas, sus alturas a ras de yerba

con sus ínfulas de sensaciones y colores atribuidos al pasado;

no escribo la rotura de la carne, dejo que se me haga el vacío como un suicidio,

un desconocimiento, un no saber ciego de lo que ácido y luminoso se sabía;

en esas veces -en este ahora puedes contarla como una de las muchas ellas-

impido que lo oscuro se apodere de sus territorios naturales,

dejo con su silencio a la luz, que se esparza en racimos de bosques y besos frutales.

Entonces me vengo adentro, adonde el frío alumbra y la penumbra es mansa,

escribo lo que no se entiende, la dulzura de la tristeza, como si un gesto de voz dulce

con lágrimas rodara por el aire -oigo el susurro antiguo, ¡tan inocente!, de la marea-

la delicadeza con que los puñales se convierten en pétalos que atraviesan y rasgan

los labios de un sueño, de cualquier sueño -nocivo y hereditario es todo vuelo-,  

escribo esta sutil estancia de no estar en ninguna parte estando aquí,

hasta donde lejanamente llega pero llega el arco del júbilo de lo que quiere vivir,

sensuales voces lejanas desde detrás de las montañas hechas gruesas nubes,

dentro de la oceánica muralla del horizonte

 

quintín alonso méndez

 

 

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