domingo, 3 de abril de 2016


                                     El último sueño de un viejo

Tendré miedo, más miedo a cada latido del tiempo que me irá devorando, consumiendo. Más miedo, infinitamente más miedo que ahora. Seré más silencio. Llegaré al pánico. Crecerán y se multiplicarán mis defectos, al tiempo que mi nefasta virtud de creer irá descreyéndose, para acabar en la perfección de todos los defectos y ninguna virtud: la virtud de cultivar mis defectos dejará de ser necesaria. La pequeña manta azul permanecerá ahí, doblada, a los pies de la cama, con la huella cálida pero ausente de una gata acurrucada.
Ni un pequeño grito en la escritura, tampoco susurros. No habrá palabras que se salgan de los surcos escritos, nada más allá de la escritura y nada dentro de la escritura, solo el instante, y nada más acá de la escritura, donde es la nada, antes y después de lo que haya sido escrito, el instante será el intervalo cerrado del todo. Si alguna vez lo hubo, no habrá más intento de buscar lo que no podrá ser ni existir, en la oscuridad hueca de la noche. La memoria dará saltos erráticos, pero sin encontrar sus zapatos, descalza caminará por un mar sin agua con un suelo de duras y agresivas piedras volcánicas, saltará desde abismales acantilados de sueños con imágenes imprecisas que pondrán el sabor de la tristeza en los labios, parecerá que el dolor tenga cuerpo, de tan cercano, de tan adentro. Será un estar sin ser, pero cada día, varias veces al día, en cada punto solar del día, miraré al horizonte que me señalará el norte, ahí reconstruiré días enteros, puntada a puntada, un instante, el mismo instante, en cada puntada, y ahí, nocturna, sonará a madrugadas enfermizas mi voz muda. Me habituaré y me haré a la concavidad del vacío, a la convexa forma de tumba del tiempo, me aferraré a sus lianas viscosas cuando el dolor sea insufrible, gritaré tan para adentro que más me desgarraré. El derrumbe será lo que está escrito en la escritura.
Quintín Alonso Méndez

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