jueves, 11 de septiembre de 2014



De «Últimas notas»

La caja vacía


Después de mucho tiempo (¿cómo se puede medir el tiempo cuando la nada habita cada rincón de cada día?), y sin querer, he tropezado con la caja vacía de madera labrada a mano, como pétalos hundidos en la carne de la madera que aún lleva reminiscencias de ese olor primario, negro, del origen, y de donde sacaba las débiles tiras de tela hechas de polen de flores secas mezcladas con la maresía de los días tirados al estercolero de los olvidos. De ahí, de esas tiras endebles, que se deshacían con sólo mirarlas, y tú lo sabes, sacaba las palabras que llevaba al papel o al fondo sin fondo de esta pantalla que ciega y me va quemando los ojos, lo que podrían mirar y ver los ojos, cegándolos. La he abierto. Dentro del vacío de la caja, múltiples, incontables diminutas hormigas negras. Mi primera tentación ha sido llevar la caja debajo del grifo, inundarlas, desaparecerlas debajo del chorro brusco de un diluvio. Pero no. No sé por qué. Pero pensé en las cenizas de la literatura. Con cuidado, saqué la caja, abierta, que se viciara del aire, bajé las escaleras, he cruzado la torpe acera en la que suelo trastabillar y me metí en los terrenos de la vida, donde aún pájaros, lagartos, matojos, algunos pequeños árboles, tienen su patio, sus tiempos apartados del mundo. He buscado una pequeña gruta entre piedras negras, silenciosas y bloques de cantera, ahí he depositado la caja, abierta. Me digo, mirando la caja por última vez, si no será el inicio de una marabunta, que me venga de vuelta a casa y acabe con todo. Ojalá, me digo. Antes del regreso, de subir las escaleras hacia el aire que no se mueve, miro el perfil cortado a cuchilladas de las montañas y me digo que el tiempo se puede medir o constatar de una manera muy sencilla: basta comprobar la hondura del silencio, sus arrugas que no son más que el crecimiento del cansancio. Ya tuve que atrapar una lagartija en la azotea, crecida, ya verdeándose, cuando después de días en que no entendía por qué si cuidaba la planta, la regaba, veía cómo le nacían los capullos, y al alba, la planta, sus capullos, aparecían cercenados una y otra vez (en esos pobres momentos pensaba en ti), hasta que un atardecer la vi, encaramada, alimentándose. La atrapé y la llevé a su mundo, allí la vi, mirándome, mientras depositaba la caja en su gruta negra azul. En la azotea quedan unas cuantas lagartijas, delgadas, menudas, pero son más ágiles y rápidas que la luz. Esperaré a que crezcan, las atraparé y las iré llevando a su mundo. Son los pocos renglones que me quedan por escribir

             



                                                     Quintín Alonso Méndez

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