la Prosa (43)
Acto o día ocho. El paisaje es una palidez suavemente
acristalada por una cortina gruesa a medio descorrer, del color de las tejas. A
través de los cristales descubiertos, empañados por la lluvia que delicadamente
y constante cayó durante la noche, se vislumbran las hojas de la palmera,
meciéndose entre la neblina. Detrás, la ladera de la montaña, con tabaibales y
guaidiles, fantasmagórica, irreal, que asciende, y se pierde dentro de la
niebla, desde el fondo húmedo del barranco, exaltación de lo más hondo.
Los despierta el canto del gallo y los despierta una pereza
lujuriosa, la suavidad del placer aún rondándoles la piel. Los despierta un
ronroneo aún ensoñado en la piel, el roce incita a remover las ascuas, los
rescoldos que levemente laten bajo las carnes; la mujer, moviéndose hacia él,
buscándolo --¿así es el movimiento de las olas?--, ofreciéndole las nalgas, lo
ayuda a provocar el incendio. Los despierta la furia de lo insondable y los
vence, envueltos en su propio sudor, en las respiraciones agitadas. No es tan
temprano cuando los tres salen de la casa hacia el bar. Ya clareó; el olor de
la tierra mojada hace que todo les parezca más irreal; crece la yerba; los tres
sienten el latido de la vida que sube desde la humedad y se instala en sus
cuerpos. Hombre viene de un tiempo milenario que tenía olvidado, noches así,
con el sueño sereno, «reconciliador», permanecían en la tumba de una vida
muerta, «y esta mujer ha venido a recordármelas, me quita los pesos
innecesarios para aligerarme el viaje», la mira, está lleno de su olor --¿su
olor a mar?--, le gustan sus carnes, suavidad rugosa que lo trastorna, lo
envanece, y le gusta, por encima de todo, su mirada callada que le dice tantas
cosas, su presencia abundante de pájaros, arenales, bosques, lagos –le recuerda
los tiempos en que los almendros se cubrían en flor en «su montaña», y ella
venía a verlo y toda ella eran todas las flores--, «¿siempre estás en otra
parte?», le pregunta la mujer sin ladear la cabeza para mirarlo, voz de hoguera
llameando, dándole a entender que no es una pregunta sino lo que ella siente,
caminando a la par con Perro, Hombre detrás, hurgando con sus ojos los
vericuetos del paisaje, los incontables mundos que laten ante sus ojos, siguen
caminando despacio, ella cada vez más despacio, sabe de Hombre, de su presencia
espesa, y espera esto, que Hombre despacio se pegue a sus latidos, que los haga
agitarse, desbordarse, como la bandada de pájaros que estremece el almendro, echa
la cabeza hacia atrás, le ofrece el bosque de su melena, le ofrece la boca,
pero el cuerpo de Hombre no está, él no está, aun así, le muerde el cuello,
pone las manos en su caderas, aprieta su bajo vientre contra las nalgas,
«quieres así…», susurra ella, «así…», se abre el cielo, existe el sol, Perro
baja por una pequeña vereda al barranco, hay chuchangas resbalando por la
yerba, algo de musgo en los pubis de las piedras; gime, astillándose, la
tristeza, el dolor, la sed, el gemido.
quintín alonso méndez
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