La Prosa (36)
Compadre se estará acordando de todos mis muertos, pero
feliz, bien atendido por la «sobrina» del cura, seguro que ante un curativo y
milagroso plato de sopa caliente, ¡el muy cabrón! Solo la vida puede curar las
heridas de muerte. Cada amistad es una lejanía, un recuerdo en el tiempo. Hacía
mucho tiempo que no estaba tan lejos de mí mismo. Y pobremente feliz; la pienso;
solo la ausencia pura tiene el sabor de lo primario y desconocido del presente,
¿alguien ha sentido alguna vez el hervor de la mente, a punto de explosionar y
de mandar al carajo al Universo? Así estoy, «¡mujeres, no me toquen más de lo
imprescindible!»; me gusta oír mi carcajada de caverna patética, burlarme de mí
me hace bien, rechazo que algún día la caña me sepa a gasolina, como los orujos
modernos; allá abajo el mar me recuerda a los primeros cuentos que leí, debajo
de la infancia; en todos los cuentos había mar o la desesperanza por la
ausencia de mar –creo que esos escritores, pálidos y fantasmas como barcos sin
pasajeros, nunca existieron— y todavía pienso, ahora no puedo pensar, la cabeza
es un volcán --pero ella, ella, ella, medida de cada instante del tiempo--, que
solo el mar tiene las llaves del mundo sin puertas, del mundo con alas. ¿Por
qué es tan frío el alcohol, la desnudez de palidez mortal que deja el alcohol,
expuesta la piel al frío que congela y desarma? Me pongo la disculpa de que así
no se puede bajar a la costa a rescatar versos –a ver quién me rescata a mí--,
y que abajo, en la costa, los versos son libres, sin ninguna necesidad de
aparejos ni de falsos rescates. El verso está condenado a la plastificación, me
identifico con los versos pobres, así los dejo, pobres, muriéndose en la sed y
en el hambre, sobre una mesa sin mantel ni pan, avinagrándose el vino. No
quiero pensar, ¿pero a qué maldita vida extraterrestre está enchufada mi
resaca, es decir, mi cruda realidad? Decidido: hoy no bajo a la costa. De las
pocas cosas que hago bien es tomarme un limón en ayunas, me hace sentirme
ligero. Tengo alas pero la mente se me hunde, espesa y enormemente pesada. No
tengo alas. Tristeza porque la borrachera me pone ante el cascareado espejo. Le
hablo a ese tipo que necesita sostenerse en el lavabo, tambaleándose, ¡qué
triste tiene la mirada!, ¡y qué frío hace! Echo de menos una travesía en barco.
Ella abrigándose la garganta. Yo encogido, pingüino de aguas calientes. Me
prometo no tener más resacas, pero la caña me ayuda a matar el virus del
enamoramiento. Ella nunca sabrá de este desgarro. El barco corta y atraviesa la
piel del mar como un cuchillo de carnicero corta la carne, con la maestría de
un dios inflexible. No hay sangre, solo peces voladores, transparentes. Ya no
podré preguntarle por qué es tan hermoso el sexo de su sonrisa descolgándose de
su mirada húmeda, más tierna que la yerba recién nacida. La sed crece como un
incendio gigantesco. ¿Alguna vez dormí de verdad, o despierto soñaba que dormía?,
¿pero por qué no recuerdo el sueño de cuando dormía plácidamente mientras madre
me hablaba con su voz calma de marea echada, y me hablaba de las cosas bonitas
de la vida, del barro, de abuela, de los viajes de abuelo, de los polluelos en
el cesto, al calor de la bombilla encendida, de los calcetines recién zurcidos,
calentitos, del pan recién hecho del cuartel, y como en un susurro, de que a
padre había que entenderlo, ayudarlo? ¿Alguna vez existió el tiempo? ¿Yo era yo
entonces, pero y qué soy ahora, los restos de entonces, y mañana quién será yo,
quedará algo de mí? La madre que la parió: no dejo de pensarla, «eso es porque
te estás muriendo», me dijo serio el compadre, masticando la caña y masticando
el tabaco de la cachimba, sus drogas duras, claramente perjudiciales para las
enfermedades. Dura la resaca los mismos días que el mar de leva: tres días. Con
la luna atravesando el arco del cuarto creciente, mitad blanquecino, mitad
amarilleado por la noticia de un diciembre seco. Es posible que el mundo
durante estos días haya estado apesadumbrado, sin saber de mí. Sé que las
gaviotas, el entramado de las trenzas del musgo, los versos --mis desamparados
y frioleros versos, quejosos como las rocas cuando se agrietan--, los paisajes
de los colores, los bodegones de los sabores, los climas de los días y las
noches, me han echado en falta. No pueden vivir sin mí. Con eso –falsamente--
me basta. ¡Allá va el farero, el capitán del barco, el rastreador de versos!
¡He vuelto!
quintín alonso méndez
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