La Prosa (38)
Le gusta el clima del bar, «clima de bar, clima de hogar», sentado
ante la mesa, Perro a su lado –por una vez, Perro entra con él en un bar,
«déjalo que entre», le dijo la mujer, que ahora está dándole la espalda detrás
del mostrador, le llegan olores mágicos, y ese olor sublime del café que sale
de la cafetera, esparciéndose, abrigándolo, inventando un ambiente de calidez. Pero
la mujer sabe: no le sirve café --levemente le tiemblan las manos, no se miran--,
sino una botella de vino y un plato humeante, otro para Perro y agua fresca en
la botella de plástico cortada por debajo de la mitad. La somnolencia de la paz
los vence, entonces recuerda aquellas palabras, «no dejes que la somnolencia de
la nada te doble la espalda». Mientras la mujer, inclinada, limpiando la mesa
con un paño húmedo, sin mirarlo pero demorándose, le va diciendo dónde comprar
«algunas cosas para estos días, y algo de ropa», Hombre tiene la mirada paseando
por el escote que deja entrever el nacimiento de los pechos, hermosos, que se
agitan insinuantes, libres, y cuyo tacto suave y mórbido aún siente en los
dedos, en los labios.
Con pasos tranquilos, Perro y él caminan por el pueblo,
descubriendo el brillo del suelo de las casas al abrirse las puertas a un día
nuevo, la luz íntima, escondida, de un amarillo antiguo, gastado, de las
habitaciones, al abrirse las ventanas, semiocultas pudorosamente por cortinas
de encaje que se balancean con la brisa; las voces y los ruidos son como
pequeñas piedras chocando con el aire frío que empuja el viento, y no llegan a
él, ve las voces y las oye caminando por las aceras, lentas unas y más ligeras
otras, algunas cansadas, con viejas botas, con humildes zapatos redondos, con
calcetines y medias oscuros, gruesos, ruidos de cáscaras rompiéndose o de
cartón seco agrietándose, le sonríe a Perro, le gustan esas carnes blancas,
desnudas, prietas y generosas, de la mujer. No piensa en la mujer, en los
ronroneos de sus palabras, en cómo iba guiándolo, dejando que resbalaran sus
manos por el tibio vientre. No piensa, solo respira; a cada tienda que entra
Perro lo espera a la puerta, con la cabeza alta y sus ojos volcánicos oteando
la geografía, cuidándole las espaldas. Mañana de excursión, entre tiendas y
recorrido por las calles, los callejones del pueblo, todos en cuesta, la
mayoría empedrados, algunos de tierra, los que bordean los barrancos, entre
palmeras y pinos, algún laurel. Llueve, apaciblemente llueve, como si temiese
asustar a la niebla, que se abraza a las paredes encaladas de las casas,
intimándolas. Durante la vuelta a la casa del barranco, ella le invade el
pensamiento, es el color, el clima del día, que lo aplasta: es lluvia de
nostalgias. Dentro de la casa, Perro se quita la lluvia de encima, sacudiéndose,
Hombre hace un repaso de lo comprado, vacía las bolsas de plástico y los
artículos los va poniendo en los sitios «donde ella los pondría», y de pronto
se da cuenta de que el ambiente de la casa tiene el sabor dulzón del sexo de la
mujer. Le gusta. Lo embriaga. Se pone cómodo. Pan, quesos y vino sobre la mesa,
un buen hueso con carne para Perro. «Compañero, estamos cerca», le dice a
Perro, y deja que los sabores distintos de los quesos, el pan de leña y la
sangre de la uva, le hablen del paraíso. Siente los latidos del mundo. Entonces
lo ve. El libro. En una repisa de roca viva. Un pequeño jarrón de cristal con
siemprevivas violetas a un lado, una cajita de nácar al otro lado, como dos
espadas vigilantes, el libro en medio, silencioso. Lo coge entre sus manos, lee
el título, «La Prosa», y sabe que no va a abrirlo. No necesita saber quién es
el autor. Vuelve a dejarlo en su sitio, saluda con respeto y quizás gratitud a
las dos espadas, se vuelve hacia la ventana y se pone con Perro a mirar el
lujurioso esplendor del barranco. Las tardes son cortas y le apetece ver a la
mujer –a Perro también: la mejor y más cariñosa cocinera que ha conocido, y le
gusta el olor que desprende--, además hay que estirar un poco las piernas, que
son de malas costumbres. La mesa de dominó ya está puesta, pero dentro, que
fuera el frío enfría demasiado el vino y los huesos, y dentro da gusto, al
calorcito, con Hombre mirando de vez en cuando, despacio, a la mujer; así la
desnudaría, despacio, abismado en sus ojos oscuros, atrapadores; pero Hombre huele
a ella, «así ha de ser el olor del mar, como el del trigo después de la lluvia».
El hombre del dominó lo saluda con afecto, y eso lo agradece diciéndole a la
mujer que les ponga una botella de vino; la mirada de la mujer lo hace sentirse
feliz y joven, fuera del tiempo; no hay un antes ni un después. «Estoy aquí de
prestado», se dice, dejándose acariciar por el vino, mirando a Perro; hacía
mucho que no respiraba esta paz, «este regalo».
quintín alonso méndez
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