la Prosa (34)
Echo las cortinas hacia los lados
porque le apagan la luz a la habitación, como si se pudiesen amordazar los ojos.
Y sobre todo porque así la pienso, encandiladora, con la impresión misma de que
ella ahora estuviese mirando, para que así evoque estos colores de luz limpia
que la enamoraron. Y así la evoco, envuelto en esta luz delgada, translúcida,
la exacta luz de lo no terrenal. En la orilla, abajo en la costa, es la crudeza
del frío o es el aplastamiento del calor, pero en muchas ocasiones, como me
ocurre aquí sentado en casa mirando el mar, es la temperatura mansa del no
frío, del no calor. Un tiempo sin lluvia, sin viento, con escasas y ligeras
nubes que parecen muñequitos de azúcar. Pero hoy es el Sureste, viento seco y
afilado. Recuerdo las palabras del compadre, «cuando llueva de verdad, nos
ahogamos todos». Creo que tiene razón, porque no será lluvia, será toda la
furia desatada (anoche fue cuarto creciente en esta luna insólita, mágica, de
veinticuatro días).
Ésta va a ser la luna llena más grande del siglo (eso se lee
en la alineación de los planetas y eso me dicen las lechuzas brujas posadas en
el tendido de la luz); crece a vuelta de rueda como promesa de la redondez y traerá
un frío de escarcha (lo leo en las fantasmagóricas nubes blancas amurallando el
horizonte); la serenada serán afiladas gotas de cristal que cortarán las hojas
de los árboles, de las plantas, las manos y los rostros, pero no lloverá. Ahora
las piedras brillan --«presintiendo y advirtiéndose la llegada de algo»-- como
seres vivos bajo su influjo, el mar se tiende boca arriba, admirado de la luz
de la noche, recibiéndola; de testigo es la alargada herida de plata; una
pardela dibuja el movimiento; las sombras tienen cuerpo; pálidas las estrellas
como los recuerdos, y como los recuerdos, lejanas: débiles titilan por detrás
de la luna. El frío hace transparente al aire y deja ver toda la hondura de la
inmensidad del círculo. Ella ahora es el latido del mundo, el origen; su
cabellera era un árbol entre mis manos, de raíces blancas, hebras de la luna, un
enjambre de lava negra sus ramas, donde cada hoja era una abeja, una libélula,
una mariposa, un pájaro, un nido, un abismo hacia lo alto, a lo más adentro. Cierro
los ojos y por una vez siento el crepitar de mis dedos en sus aguas más
oscuras. La barca se hunde ante el peso de los besos ausentes --es la pesadez
de la muerte--, la sostiene a flote los besos que no fueron; de viejo se sueña
con la piel joven, cruelmente lejana en el túnel de la realidad. Gotas de
sangre ensalitrada me resbalan por los dedos. Caballitos blancos y sonrosados,
translúcidos, nadan entre el musgo, el olor fuerte de mar del norte tiene su
cuerpo desnudo de mujer; diminuto, perdedor, camino por sus brazos extendidos
como olas, resbalo por sus caderas de lisa roca negra, me salva del abismo el
saludo del pescador, me gustan sus brazos fuertes, torneados, así un día los
tuve yo. No era un saludo y tiene razón, me alejo de la orilla; hoy la marea --es
mar de fondo-- le reclama astillas de carne fresca a la tierra. También me
sangran los pies; ningún verso sobrevive. El sol brilla en el musgo; el pez en
el arco del anzuelo traza un puente con el azul del aire. Fui a su ciudad,
caminé las calles que ella nombraba, entré en el bar de al lado, a empujones me
sacó la madrugada. Ninguna mirada para mis ojos; «el amor no lo es todo», leí
en el espejo que me miraba desde el final de un callejón ciego; me puse a
hablar con él y el alcohol conmigo; se hizo niebla en aquél lugar que tenía
nombre y paradero; «prohibido fumar»; cada pensamiento era una frase imposible
de atrapar, y cada frase aislada en su mundo, una pecera sin aire, los peces
muertos en un fondo de cristal.
quintín alonso méndez
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