La Prosa (42)
La nombro y se produce el milagro, la
tristeza se calma, el dolor extraño que me habita me dice que estoy vivo,
convivo con el solitario. Hoy es día de bochorno de la luz, se destila en calor,
humedad que abate y adormece las derrotas. Pasa «Eva» de la mano de un hombre,
me saluda amable, como si me conociera de siempre, «Eva y el amor», me digo, y
me alegro, y ella bien sabe cómo me alegro, cómo me siento, pensándola. También
me saluda la sonrisa de una muchacha en silla de ruedas, y sé que ahora ella
está saludando a esas pequeñas cosas –piezas del puzle-- que la habitan y las hace
enormes (quizás, si oyera mi nombre por ahí, por entre las cosas que van y
vienen, se estremecería); no importa el insoportable calor, ella sonríe, se
abriga, se va a sus mundos mirando la niebla. Me gusta cómo brilla la flor de
sus labios entre el gris de la nostalgia. Sabe que la miro, sus labios, como
gesto del temblor, se entreabren. Maligna resaca. Gato me mira con recelo, no
se acerca. No le gusto así, en las resacas soy un apestado que huele a muertos.
En los días más normales, al menos le dejo vivir su vida y le pongo comida y
agua, él me corresponde con un arañazo de vez en cuando y con alguna siesta
entre mis piernas. Hoy tampoco es día para acercarme por lo de compadre. Hay
que dejar que las aguas turbias se aclaren, porque lo cierto es que ahora todo
es niebla en el escuchimizado cerebro. La mujer me mira sorprendida y también
con recelo: no llega a entender por qué le cedo el sitio en el cajero
automático (no me quita ojo mientras manipula en la máquina, pensando en qué
estaré tramando). Me encojo de hombros y me siento en la acera, a contemplar la
montaña (que tiene una herida nueva cerca de la cima). Ya no hay cabras, la
montaña secándose, abandonada; da lástima ver los campos muriéndose, la vida. Los
campos siempre estuvieron ahí, ahora los desaparecen para siempre, los
sepultan, ¡ah, la estupidez humana, especie innecesaria, destructora del
planeta!
Me levanto para dejar de pensar y
porque el municipal me mira raro y porque la mujer sale del cajero y se va, sin
darme las gracias. Tomo en sentido contrario. Veo a compadre desde lejos,
fumándose su cachimba por fuera de la venta, bien recto plantado en medio de la
acera. Está muy vivo y a mí me llega hasta aquí con toda su intensidad el olor
mareante del aguardiente de la caña. Él también me habrá visto y también querrá
estar así, solo como un mástil, recibiendo el milagro de la brisa. Cuando no se
tiene adónde ir, lo mejor es irse para casa, mi casa de cinco puertas, y siete
ventanas, y ninguna esperanza. Pero me habita, me recibe silenciosa y con los
brazos abiertos, como un descanso. Sin reproches. Y tiene memoria, siempre me
está hablando de cosas y nada más llegar me muestra las heridas más necesitadas
de cura y la lista con las tareas del día, sin más, con toda naturalidad –hoy
toca lavadora, barrer la terraza, limpiar los cristales. Como he podido, le he ido
quitando las grietas para el frío y la humedad, le he limpiado las telarañas; así
es más pacífico el silencio, y yo la siento más cómoda, con una sonrisa
disimulada de satisfacción; a veces casa se siente orgullosa de mí. Yo estoy
orgulloso de casa, me protege con amor. Las resacas son lentas, como si estuviesen
advirtiendo del no regreso. El parte de hoy tiene algo de fúnebre, pero le
escribo que la bonanza del día es azul sin nubes, aunque notándose un poco el
fresco a la sombra –tengo el frío metido dentro y la penosa experiencia me dice
que tardará un par de días en irse--, «también se divisan barcos de pesca cerca
de la costa», dos pequeñas barcas combadas, con un sombrero y una caña de
pescar cada una, las gaviotas alrededor, graznando. «Y, eso sí, te echo de
menos, pero no es nada, es solo el egoísmo del necesitado. Aquí todo es
suavidad porque estás».
quintín alonso méndez
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