La Prosa (39)
Tiene un amago amargo de sonrisa. Mira alrededor, el lugar
parece sostenido en la niebla de lo irreal y piensa que quizás todos estamos
aquí de prestado, y que mañana nos sustituirán otros, impasible en su rodar el
Universo. Ve a los hombres, sus gestos, todo lejano, pero los sonidos son
claros, nítidos, no son externos, vienen de dentro de él, si se tapa los oídos,
nada sale, nada se vierte, y los hombres se mueven siguiendo unas reglas que él
desconoce, el silencio necesita aire, expandirse, encerrado es una fiera
enjaulada, el arma poderosa que al explosionar buscando espacio, creó el
Universo; se quita las palmas de las manos de los oídos, la sensación
inexplicable –frescura adolescente en todo su cuerpo- de que vuelve a respirar;
mira a la mujer que lo está mirando, él la ve semidesnuda, morbosamente
dispuesta. El tiempo nunca camina con la misma cadencia, esta tarde tiene una
lentitud que desconocía, mística, de ritual; los hombres ríen, beben, se sienten
fuertes y estrictos, pero son niños, «somos niños indefensos». Llega la noche y
se lleva la pereza, se encienden las luces y se apagan las voces. Hombre está
en la barra, arreglando las cuentas con la mujer; en un momento determinado,
venido de un sueño, las dos miradas se detienen en el no tiempo, arriba, a la
altura de los ojos, en pleno vuelo, la mujer le susurra con la voz rota del
temblor «quieres que vaya», el olor dulce del sexo lo invade. Hombre, despacio,
asiente, dándose la vuelta. Perro se yergue sobre sus patas delanteras, así
saluda a la mujer, luego también se da la vuelta y sigue a Hombre.
El hombre del dominó lo está esperando en la calle, bajo la
llovizna y la música de los grillos, le propone subir a la montaña por la
mañana, «quiero enseñarle algo», «muy bien», quedan y entonces, queriendo ser
amable, le pregunta cómo fue la partida, le responde con un encogimiento de
hombros plano, no tiene importancia el resultado, es el de siempre, pero «es
que no quieren aprender, les da miedo pensar», «todos posponemos el
pensamiento, lo dejamos para después, pero después nos olvidamos». Dejan que
hable el silencio de la calle desierta y debajo de la vieja farola se despiden
con un «hasta mañana aquí temprano». Hombre y Perro se van detrás de la calle y
cogen la vereda del barranco, el camino que lleva a casa. Hay un parpadeo de
luz, fugacidad de un claro en las nubes que muestra la desnudez mágica de la
luna. Le ve el rostro al barranco, misterioso.
Suenan en la puerta golpes delicados, como roces de pájaros o
de ramas. Se levanta para abrir, sabiendo que es la mujer. La mirada se queda
suspendida a la entrada de la casa, entrelazándose entre sombras turbias y
claridades, húmeda la de ella, siempre incrédula la de él; un leve ladrido de
Perro los devuelve a lo real, al frío que entra, que deshace el calor que sube
desde las entrañas, los dos se han estremecido, la mujer se abraza a sí misma, como
si todo el frío hubiese ido a sus pechos, Hombre, tropezándose, se hace a un
lado, «hace frío», dice, y se siente extraño, no ha oído su propia voz, tampoco
oye el «gracias» dulce de la mujer, pero lo envuelve, lo embriaga su olor de
hembra, nada más cerrar la puerta. Los recibe una calidez con la piel desnuda, cálida,
del deseo, o es la ternura de la vida flotando en la burbuja aislante de la
sala, en la gruta de los aleteos. La mujer se acerca a Perro, se saludan, ella
le frota la cabeza, él le lame las manos, Hombre arrastra con cuidado una
silla, sentándose ante la botella de vino y los dos vasos, la mujer viene y se
sienta a su lado, los dos frente a Perro y su trono, que no deja de mover el
rabo; cada vez menos espaciadamente, saltándose los tiempos, las dos miradas se
encuentran, se acercan, entra una en la otra, recíprocas, beben, se miran las
manos, cruzan las piernas, se miran los zapatos, las dos miradas se
reencuentran, se invaden, retrocede el tiempo o regresan los recuerdos, para
que solo exista la sorpresa y la promesa del presente. Solo hablan las
respiraciones, fresca y gozosa la de Perro, agitada la de la mujer, oscura y
callada la de Hombre. «Enciende la chimenea», musita la mujer con la mirada
turbia y húmeda, y a Hombre le llega lava promisoria con la voz de la mujer,
promesa de volcanes y océanos, del agua más pura. Al tiempo que Hombre se
levanta y se dirige a la pirámide de pequeños troncos de cedro apoyada en la
pared, junto a la boca negra de la chimenea, y los va introduciendo en la llamadora,
y hasta ahora solo testigo, silenciosa cueva de piedra de cantera, y la mujer
se dirige a la cocina, siente que hay infinidad de mariposas en la casa,
incontables partículas brillantes en el interior de sus ojos, todo parpadea y
late, irreal, asombrosamente carnal. ¿En qué lugar de la historia y de la
Historia se encuentra ahora, cabe un grano de arena en una playa interminable? Su
cuerpo no pesa. No tiene cuerpo. Le llega el olor del café y nacen las llamas
en la ahora cómplice y cálida cueva de piedra de cantera, contempla la gama de
colores que surgen del fuego, siente el crepitar de la leña en su propio
cuerpo, Perro salta de su trono y se tumba frente a la chimenea, a la distancia
de la temperatura, ha decidido que ésta será su cama esta noche, Hombre se
yergue y se dirige al olor de hembra, al reclamo excitante del café recién
hecho, que lo llaman desde lo terrenal de la cocina, la mujer de espaldas,
hermoso su cuerpo de cántaro, ánfora, guitarra, deseo, abierto y libre su pelo
que le resbala por los descubiertos hombros, se vislumbra la desnudez del
cuello, las manos apoyadas o aferradas en el poyo de barro, de barca
previniendo el oleaje, las embestidas imprevisibles de las olas, Hombre se
acerca hasta el roce, ebrio de deseo, la mujer siente el vaho caliente y el más
desnudo en el cuello, un gemido leve nace y brota de lo más íntimo, se
estremece como suave viento, el roce se pega a la carne, que siente cómo va
abriéndose, agitándose las respiraciones, primarias, la mujer suelta las dos
manos, inclinándose, «quiero la verdad de tu cuerpo», le susurra la voz ebria,
lentamente se sube el vestido, abriéndose, luego las manos regresan,
aferrándose al barro del poyo, así se ofrece, así lo recibe. Dentro del
incendio, en el umbral del desmayo, la mujer le musita, deshojada la voz en
gotas de lava, «llévame a la cama»
quintín alonso méndez
La miel te aliviará la amargura y el ron te pondrá mas cachondo, así podrás disfrutar más para la próxima.
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