La Prosa (37)
Acto o día siete. El
ganado se tumba apacible y a cubierto y el campo se abre fértil viendo llover. Hubo
un tiempo en que la lluvia corría por todas partes, por las serventías de sus
pertenencias; ahora, cuando aparece, cae como un derrumbe, derrumbándolo todo.
Es un verde carnoso que brilla entre la niebla, un frío tierno que llega,
recién nacido, desde las cumbres. El barranco, abriéndose, atraviesa el
escenario de parte a parte.
Hombre vuelve a asomarse a la ventana por enésima vez; desde
que está de pie, en la madrugada, y que va como péndulo de la mesa de madera
del salón a la ventana, una y otra vez, está intentando medir el tiempo, o detenerlo,
o es posible que cuente los pasos que pueda tener una madrugada; en el fondo
del barranco todo es un silencio de fantasmas que trepan por sus paredes y traen
memorias, vistiendo de un pálido gris voluble, ceniciento, el verde vegetal. Amanecer
de flores de agua. Se abraza porque el frío lo muerde, Perro sigue enroscado en
su trono. Todo como flotando, atemporal, envuelto en aromas frutales. Está
ensimismado en su verbo irregular «yo no me influyo, tú me influyes, él o ella
me influyen». Tiene en el estómago una pandilla de gatos agresivos. «Vamos», le
dice a Perro, que salta al suelo aún con los ojos cerrados; sin saber el
motivo, o viendo la honda y alargada herida del barranco, recuerda las palabras
del hombre mientras depositaba en su sitio al viejo libro, un quijote rodeado
de tanta nada, «no sabemos dónde estamos, pero siempre se está a mitad de
camino», y cada vez más se convence de que el frío le viene de dentro. Respira
hondo en lo que regresa Perro, que ha bajado al fondo del barranco, y se llena
de romero; se pregunta si este rumor que embriaga, el que produce las hojas de
los almendros, tendrá algo que ver con el rumor del mar; brillan como pequeños
soles los nísperos; los árboles se pueblan de mirlos. La mirada se le va lejos,
hasta el fondo oscuro del barranco, donde chapotea el agua que ha llovido.
Detrás suyo, Pueblo Grande parece que lo espera tranquilamente, como paz de
cementerio. La humedad que asciende en hebras desde la tierra son velas azules
que se despliegan por los bordes del barranco, son ternuras o melancolías que
desprenden las raíces. Se liberan las palabras, imposible traducir a la lengua de
los signos y las palabras los versos perfectos de la naturaleza. Las risas no
pesan, son livianas como el polen; las tristezas aplastan. Esa mujer caminando
por la vereda, con el color de la carnalidad en su cuello desnudo, es la risa
rociada de polen; laten pájaros en sus pechos, bajo la tela. Es la mujer del
bar, la dueña de la casa que por unos días va a ser la casa suya y de Perro, «contigo
siempre me siento desnuda», le dijo ella cuando ya todo era pasado, o un tiempo
ya sin espacio alguno para un encuentro. Cuando está a su altura le dice «llevo
un rato mirándote», Hombre, buscando a Perro con la mirada, por entre la
comunidad de tabaibas, siente su olor fresco, y le baña el rostro un fuego
tembloroso, le despierta el deseo, «ya te miraba anoche, y si buscas lo que
forjas en tu mente, no busques más allá de tu mente», «¿entonces?»,
«simplemente camina», «ahora, por ejemplo, si lo deseas, camíname, yo lo deseo».
Hombre, sin mirarla, le coge la mano, bajan por la vereda resbaladiza,
agarrándose a las ramas de los tarajales, y se pierden dentro de unas grandes piedras
lisas, ninguna palabra, ningún beso, las nalgas desnudas de la mujer, con
impulsos lentos, luego primarios, desbocados, contra su vientre, el dolor en
todo su esplendor, el desgarro de la soledad abriéndose en flor, el grito de la
vida. Perro se acerca y le dice «hola» a la mujer: lame sus piernas. Momentáneamente,
la sed se ahoga en el desbordamiento del agua más profunda, hecha lava. Hombre
se quema con sus propias lágrimas. «Vamos a desayunar», dice la mujer, con la
voz ronca, agitada, recomponiéndose, se abrocha con dedos que tiemblan la
blusa, se baja la falda.
quintín alonso méndez
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