La Prosa (33)
Es hueca la penumbra de la casa. Le
gusta (uno se acostumbra pronto a lo que no está). El jugador de dominó
enseguida le procuró la presencia de la doña, dueña del bar y de la casa de dos
plantas con azotea donde estaba el bar, a la misma entrada del pueblo según se
viene del pasado, al final del pueblo si se está en el presente, y también dueña
de una casita al borde del barranco, «con chimenea, ahí detrás mismo, donde los
ciruelos y los nísperos». Fue fácil llegar a un acuerdo para un par de días: la
dueña le vio «alma de cántaro», y además el jugador de dominó lo tuvo claro
desde el principio y la mujer estuvo de acuerdo, «es el mejor sitio del pueblo
para ver pasar la lluvia, se lo digo yo». Y aquí estaba ahora, sin saber dónde
estaba, mirando hacia el barranco, viendo los colores de la tarde cayendo sobre
las piedras, convirtiéndolas en grandes tejas y tinajas, redondas, lisas, coloradas,
y sin saber por qué, sin saber que el frío lo está mordiendo por dentro y
amenaza con partirlo, enciende la chimenea. Perro se viene a su lado, adonde la
lumbre (las cosas que no se tienen mantienen las llamas vivas, crepitando como
presencias), arden los fantasmas en la pequeña hoguera, ascendiendo sus cenizas
a lo oscuro, y fantasean los ojos, introduciéndose en un bosque en miniatura
que arde. La cama está viva, lo calienta enseguida; deja abierta la puerta del
dormitorio, por donde entran, temblorosas, sombras de cenizas de lo que fueron
fantasmas, la respiración pausada de Perro enroscado a los pies de la cama de
hierro, la cabeza apoyada en sus piernas. Va a ser noche de cerrar los ojos y
de caminar entonces descalzo por las ascuas de lo que un día no fue. Es como un
abrazo sentir la paz de Perro, su filosofía de que el tiempo no tiene tiempo
quintín alonso méndez
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