La Prosa (32)
Piensa que a ella le gustaría la
casa, en la estrecha calle empedrada, en pendiente, con el patio interior con
helechos y anturios y una pequeña puerta pintada de verde que da a la vereda
que bordea el barranco, la ventana del salón que da al paisaje del barranco, y
más arriba, ascendiendo, la montaña, con sabores y olores a historia. «Ella», dice,
y la nombra en voz alta, mientras Perro ya eligió su buen sitio en la casa, un pesado
butacón estampado con diminutas flores lilas y rosas junto a la ventana que da
al barranco. «Ella», eso mismo le dijo al presagio de la noche cuando la vio
por primera vez, «ella», que iluminaba la plaza y que fue cuando sintió el
mismo dolor que iba a dolerle después, o ahora, cuando se empinó de un trago el
segundo ron, de espaldas, apoyado en la barra de la cantina, iba a volverse,
necesitaba volverse, necesitaba grabarla difusa en lo más íntimo de la mente, y
se volvió y la vio, feliz, diosa, confianzuda, bailando, coqueteando con todos,
con los hombres y con los más viejos y los niños, triunfante como un regalo; su
risa de agua se elevaba por encima de la música de la orquesta, y sintió el
mismo estremecimiento que sería a más después, teniéndola en sus brazos,
bailando. Sintió lo que era tocar la eternidad. No, no fue esa noche, esa noche
se nubló. Su mente se nubló. El tiempo se nubló. El futuro, antes de ser
futuro, se nubló. La luz mortecina; las voces, lejanas, muy lejanas, eran
apagadas por la música que le llegaba de otro planeta o de las estrellas, y
entre la niebla la vio difuminándose en la noche, del brazo de un hombre,
ondeándose como solo de esa forma puede anadear el mar. ¿Por eso el mar, ¡el
mar!? La mirada la tiene perdida en el
fondo del barranco, donde una cabra está echada, atada a la sombra de un
naranjo. No está en ninguna parte. Perro no deja de seguirlo con la mirada
mientras recorre, fantasma, la casa, «a ella le gustaría», dice, se mece con
fuerza las sienes y hace lo que hacía tiempo se había olvidado de hacer: respira
hondo. Le echa la culpa al jugador de dominó, complementado con el vino: se le
ha abierto la herida. La catedral más inmensa de todas, la que más impresiona,
es la soledad, con su silencio de ultratumba. No deja de tocarla con el
pensamiento. «Me persigo a mí mismo», se dice, Perro salta al suelo, se pega a
él.
quintín alonso méndez
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