La Prosa (26)
No sabe encontrar la palabra, quizás la más precisa fuera
«calma», para definir su estado cuando la piensa –más a menudo de lo que él
mismo se piensa--, a estas alturas sabiendo a “su” mujer conviviendo y
compartiendo casa con otra persona, «está protegida», se dice, y se siente como
aliviado, una tristeza mansa, sin permitirse entrar en las sensaciones que le
puedan producir los malos pensamientos, casi pornográficos (los detiene a
tiempo). Cuando descubre un espacio del paisaje que le llama la atención,
enseguida lo archiva en su mente, no como una imagen, sino con una palabra o
frase, como por ejemplo «donde los eucaliptos», «los banquitos», «la vereda de
la higuera», adjuntándole un clima, una hora solar, probablemente la hora en
que lo descubrió. Es posible que a cierta edad nos evitamos a nosotros mismos,
ignoramos lo que fuimos, lo que queríamos ser y hacer, lo resumimos todo al
álbum de las fotos, tan bien puestas, tan bien cuidadas, ¡cuántas lágrimas
vertidas sobre las losas de plástico transparente que cubre los ataúdes, las
fotografías. Entonces, para él, el paisaje no era una globalidad visual, sino
un conjunto de “aldeas”, que en la intimidad llamaba «sus rincones». Ahora está
viendo «la charca», quizás más que nada porque sigue la mirada de Perro. Agua.
Sed. Hace calor después del paso del viento, como si el viento, aparte de
llevarse las cosechas, también se hubiese llevado las sombras, «venía del sur»,
se dice, «entonces el mar está hacia el sur». Al acercarse, Perro asusta a la
garza, que se eleva con la majestuosidad alada del silencio, y pinta, con dos delicadas
pinceladas, de blanco el cielo azul, unas pocas nubes, más arriba, de un blanco
más difuso, pintan una pequeña cordillera de algodón. Pero la brisa es
agradable, sin color. Apenas la garza pasa sobre su cabeza con sombrero, ya
Perro tiene el hocico metido en el agua, las dos patas delanteras en el fango
de la orilla. Toda la charca rodeada por un brillante verde cañaveral. Entonces
ya será para siempre «la charca de la garza, donde el cañaveral», mediodía. Mira
el camino que se pierde más allá de los tomateros, siguiendo como a propósito,
rozándolas, aisladas palmeras llenas de dátiles ya maduros. Buen alimento para
los dos. Perro se sacude el agua y restriega las patas embarradas en la yerba
seca. Llegan pronto, apenas es media tarde, a Pueblo Grande, que bien podría
llamarse Pueblo Santo, por la distribución de sus casas blancas en forma de
cruz, cuatro calles, cuatro barrancos. Los años no perdonan y Hombre y Perro
necesitan reposar cada vez con más frecuencia. Duelen los huesos y raspa la
secura. Para pensar, necesita sentarse, y la ocasión se le aparece oportuna
nada más cruzar el pequeño puente de piedra –ni un hilo de agua en el fondo del
barranco— y enfilar la carretera, el brazo más largo de la cruz que parte el
pueblo en dos como un abismo de asfalto. La primera casa de la carretera, a la
izquierda, es un bar, con varias mesas y sillas de plástico bajo un viejo toldo,
alguna mesa ocupada. Ya Perro se dirige a una de las mesas vacías, sabiendo de
las buenas costumbres de Hombre. Una partida de dominó en la mesa de al lado,
«hermoso perro», dice uno de los hombres, «cierto», Perro ya tumbado bajo la
mesa, jadeando apenas, como con miedo de molestar, «y buen vino, seguro», le
dice Hombre señalando la botella casi vacía, en una esquina de la mesa,
«seguro». Y eso pide, una botella de vino y, por favor «si es posible, algo
donde pueda beber el perro», una botella de plástico cortada por la mitad. Paz.
«De nuevo en casa», se dice, mirando al perro que lo mira dulcemente,
paladeando el vino que se desliza --como supone han de ser las olas por su
cuerpo--, por la garganta, donde se le acumulan húmedas las cosas tiernas
quintín alonso méndez
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