La Prosa (31)
«Y lo que son las cosas,
míreme aquí ahora, felizmente echándola de menos, bebiendo tranquilamente el
vino mientras recuerdo las cosas buenas con ella, que dios la tenga en la
gloria, pero pobrecito dios, lo compadezco», y le regala una risa ancha sin
dientes, «era implacable de día, insaciable de noche, ya usted me entiende, ¡pero
si hasta para resoplar tenía que hacerlo a escondidas, encorvado sobre el surco,
que no me viera!, si usted supiese las veces que preferí seguir surco abajo
hasta el borde del barranco antes de acercarme a donde estaba ella, al final de
la huerta, a por un poco de agua, pero sabe usted», aquí la pausa es otro vaso
de vino para los dos, «lo que tenía de grande lo tenía de buena, así me dejó,
en los huesos, ¿no me ve?, pero ¡qué buena era, y qué mujer!, las cosas como
son», se pone de lado para que Hombre no le vea las lágrimas estancándosele horizontales
en las arrugas del rostro, «fuimos felices, sí señor, muy felices», resume,
alzando el vaso y luego empujándoselo de golpe. A Hombre le duelen muchas
cosas. Por desgracia, por cosas del sino, aprendió pronto que es más peligroso
el que sirve al amo que el amo. Y también por desgracia aprendió tarde que para
pisar en la realidad ajena antes hay que pisar en la propia. Siempre desconfió y
se alejó de las muestras de amabilidad, pensaba que toda amabilidad llevaba intrínseca
una trampa preparada debajo de sus tentadores ropajes. Pero ahora no piensa en
eso, al carajo los pensamientos. Está en el no pensar. Cree que por primera vez
en su vida no le importan las consecuencias. No tiene la mente para nada,
solamente los sentidos alerta, a la espera de un olor que lo sorprenda, de una
brisa distinta que le haga decir «es el mar». No está para hacerse caso ni a sí
mismo, rechaza sus propias sentencias, que antes eran dogmas y ahora no son más
que pobres frases, «casi nunca se encuentra lo que se busca, solo a veces lo
que se encuentra forma parte de la búsqueda». Y hay algo que le sorprende: el
desapego lo acerca a los demás: los escucha, oye sus enseñanzas, sus historias
del «vienen de vuelta». Hasta en los comentarios más simples, o precisamente en
los más simples, aprende, descubre, y se descubre, se ve a sí mismo. Se va
conociendo (descubre, según avanza hacia el mar, o eso quiere creerse, que se
va conociendo, encontrando, como un regreso). Entiende que a todos nos duelen
las mismas raíces y nos alumbran las mismas lluvias, que venimos del mismo
polvo de estrellas. No importa lo solitario que sea el camino. Existe el vino,
los innumerables puentes del vino. Hoy el día sí lleva en su mirada la luz
pálida del otoño, como si la humedad anduviera desperezándose lentamente. Le
duelen las rodillas. Es un error cubrir la humedad, hay que dejarla al aire
libre, que la brisa, como planta medicinal, como rostro de risco, la vaya desmenuzando,
diluyéndola con la luz. «Está lloviendo no lejos de aquí», dice el jugador de
dominó, asintiendo pesadamente con la cabeza, leyéndole, no los pensamientos, las
sensaciones. «Este es un buen sitio para quedarse unos días y desde donde ver
pasar la lluvia», parece que le dice a Hombre y a su vez Hombre a Perro, que
también asiente pesadamente, enroscándose más en sí mismo, bajo la mesa.
quintín alonso méndez
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