La Prosa (27)
Por estos parajes el frío dura poco, pero cuando llega y
penetra en la piel como agujas de hielo, es la angustia de pensar que ha venido
a quedarse para siempre, pero es cuando se agradece el corto regreso a casa,
que los días sean cortos, así abandono antes el trabajo en la costa; apenas si
es el inicio de la tarde y ya oscureciendo. Hasta el sol, friolero, huye de la
tarde que refresca, se aleja pronto de la costa y se esconde detrás de las
cordilleras gruesas de nubes del horizonte, precipitándose al amanecer de otra
parte. Con los simulacros de los primeros fríos tiemblo como un pajarillo,
luego ya pongo cara de héroe impasible. Paradójicamente, se siente más el frío
en la costa, debido a la dura brisa marina, que en la montaña, donde se asienta
el pueblo y se asientan las brumas, y adonde siempre vuelve la humedad, pero es
la vieja casa, el refugio, el cobijo envuelto en una manta ya hecha hilachas. Aquí
el otoño –despistado o perezoso-- suele llegar a mediados del otoño, y a veces
ni llega, espera a la primavera para extenderse molesto, inoportuno. Cada vez
más a menudo el clima salta del verano al invierno, sin avisos, y en el mismo
día muchas veces, como si jugara a la totalidad sin reencarnaciones. Los
primeros frescos parecen fríos invernales porque las calideces son largas, tan
largas que la memoria llega a olvidarse del descenso brutal del clima, como una
mala noticia, cuando uno casi va olvidándose de que las noticias, las buenas o las
malas, existen. El hombre y la mujer, rejuvenecidos, sacan los delicados abrigos
del armario, yo me enguruño en mi piel deshabitada, y así nos abrigamos en
nuestro propio frío.
Me molesta el tiempo inestable, me pone de mal humor. Digamos
que desestabiliza mis desequilibrios. Vengo de otro mundo, ahora estoy partido
en dos. Mi mundo originario se sostenía en sus raíces a pesar de sus débiles
cimientos, este mundo de ahora lo desconozco, me hallo perdido en él. Me salva
la costa, que sigue teniendo los mismos murmullos de mareas, pero --y será por
la sordera que traen los años o porque el tiempo es una medida que se dilata--,
de violines que se alejan. Me enfado solo, me hablo en voz alta. ¡Carajo! Cuando
es lluvia, que sea lluvia, que llueva toda su lluvia y luego se vaya. Cuando es
sol, que sea el sol, este sol que me caliente y me adormece los olvidos, que
alumbra y acaricia, y que se quede, carajo, que se quede, que paralice el mundo,
que a falta de pan me acaricie lo que me queda de carnes, que tengo los huesos
palideciendo como esqueletos. Con el sol puedo caminar a mi aire, caminar y
quedarme sentado en cualquier sitio a la sombra, caminar y también quedarme estirado
en su tibieza de cansancio agradable, como los lagartos; el sol me acompaña, me
invita al paseo solitario, lánguido, a acercarme a la costa, pero la lluvia
--«¡bendita lluvia!», me dice el compadre cuando llueve a cántaros y la caña
nos hace entrar en calor-- me odia, me cierra todos los pasos, me hunde más
para adentro, corre las cortinas, me pone en mi sitio, me inunda la casa, mis
pequeños huertos, mis paisajes de mujeres desnudas, se lleva los caminos, la
luz, los sabores de las ausencias, apaga las voces, me anula, me disuelve
dentro de mí, me pone en mi sitio: es el miedo, oscuridad imprevista, siempre
imprevista, amenazante.
quintín alonso méndez
No hay comentarios:
Publicar un comentario