La Prosa (44)
Después es más tristeza, más desolación, es cuando se sienten
las astillas clavadas, ardiendo como solo puede arder la vida en carne viva,
las piernas doblándose; Hombre, en el desmayo, agradece la vida que le viene,
que le es regalada –fue soñador y es hijo de los sueños--, pero sigue
escarbando, tiene que haber un motivo, siempre lo hay, no es posible «los no
motivos», no puede ser todo tan absurdo. La tierra lo está embaucando, cada vez
se siente más simple, más en el «hola», y más en su ambiente en el «hasta más
ver», se agradecen las cosas de a diario que simplemente pasan, sin más, sin
detenerse, sin delirios de quedarse. Los desgarros son las raíces enfermas de
la religión. Se miran, se abren las flores, brilla el verde con el pálido sol;
Perro, inquieto, no deja de dar saltos, en sus intentos infantiles de alcanzar
mariposas o de jugar con ellas. El jugador de dominó ya está a la puerta del
bar. Son saludos mirando hacia la lejanía, pero viendo lo más cercano,
palpándolo, laten los sentidos. Desayunan envueltos en el olor a café, un olor
brujo que Hombre ya no dejará de asociar con el olor íntimo a hembra de la
mujer. Luego, de recuperar fuerzas Hombre, de saborear el aguardiente el
jugador de dominó, de desayunar y beber agua Perro, de la mirada furtiva,
fugaz, entre Hombre y la mujer, de la atmósfera extraña que envuelve al jugador
de dominó, Hombre, el jugador de dominó y Perro toman la vereda que asciende
cada vez más vertical y más sinuosamente. Antes, abajo, en el falso llano, saliendo
del pueblo, se han detenido a observar a unos muchachos jugando a la pelota en
un pequeño campo alfombrado de yerba y piedras, algunas amapolas rojas, ve a la
vida correteando, divirtiéndose, como niños, o gatos, o perros, le vienen
aquellos sabores, aquellos sentimientos, el dolor y la alegría, la victoria y
la derrota, de cómo tenía que ponerse yerba en las botas para suavizar las
llagaduras, «vamos», dice, y continúan el ascenso adónde. Le duelen las
rodillas cuando el jugador de dominó se detiene y se sienta en silencio sobre
una piedra redonda, lisa, «mi buen sitio», dice, y deja que la mirada resbale
por el paisaje. El silencio toma las formas que le impone la brisa, un silencio
fresco, con oxígeno, con la medida de los insectos y el orégano. Al rato,
cuando las lomas y los riscos se han asentado en la respiración, en sus verdes
y sus inmensidades, el jugador de dominó le señala con el dedo un poco más
abajo, Perro moviéndose por entre las piedras. Hombre ve una piedra lisa
alargada, sumihundida entre los matojos, del tamaño de una tumba, cóncava, como
un cuenco, le parece que es «el gran nido de los silencios», «la llamamos la
barca de piedra, esto antes era una aldea, ahora es Pueblo Grande, yo nací en
la aldea, ahora soy un fantasma en el pueblo, y mire, el pueblo es el pueblo y
el bar es otro pueblo, dos pueblos distintos que no tienen nada que ver, aunque
los personajes del bar sean personajes del pueblo, creo que me entiende, en el
bar me olvido de mí, aquí no. Sé lo que busca, pero a ella no le mencione el
mar y no deje que lo vea en sus ojos. Su hombre partió un día, ya hace años de
eso, en busca del mar y no volvió, fue tragado por su boca voraz, ¿entiende?,
la barca de piedra, mi buen sitio. Yo también buscaba el mar pero me he quedado
aquí y creo que ya sabe por qué, aquí, fuera de la aldea, fuera del pueblo, ¿entiende
lo paradójico de la vida?»,
quintín alonso méndez
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