La Prosa (45)
Hombre siente el silencio en toda su extensión, lomas y
lomas, riscos y más riscos, ecos lejanos que le devuelven el silencio más
bruto, descuerado; ahora el dolor le duele en la garganta; el aire ha
enmudecido; «y no me pregunte por dónde está el mar, sabe que no se lo diré, y
no sé ni me diga qué dirección va a tomar, pero que sepa que va por el buen
camino porque va caminando». El regreso es un silencio lento, penoso, Hombre
siente que la amargura tiene nombre: soledad. El silencio lo rompe por un
momento el jugador de dominó, con la voz natural de las cosas naturales, la voz
que se tiene cuando se habla del tiempo, o de las ciudades, o de cómo va el
equipo del pueblo, «¿y las cosas cómo van?», las palabras resbalan solas, sin
necesidad de pensar en el agua, «las cosas van un poco descarriladas», «¿por el
vino?», Hombre quiere entender que se refiere a la tarde anterior, horas del no
pensar tumbados al vino, «por el vino», «entonces van bien así». Y de nuevo el
gran páramo del desierto, la hosca soledad. Llegando al bar se despiden, «a la
tarde nos vemos, ahora tengo que hacer cosas», le dice el jugador de dominó, sin
más metiéndose en la esquina. La brisa es noble, se azulea. Se da cuenta de que
Perro le está lamiendo la mano y se dice que ahora sería bonito llorar. Entran
al bar. La mujer lo recibe con la mirada desnuda. Lo lee todo. Perro va adonde
la mujer, tiene sed y hambre y desea una caricia; la besuquea. Hombre se deja
caer en la silla. Esta tristeza le duele, le abre las puertas. Ahora siente que
los actores del bar lo miran, antes era invisible, empieza a ser un extraño con
cuerpo, con presencia, a ser mirado con curiosidad, sin lisuras ni malcriadeces,
él sabe que no pertenece a este escenario, los actores se lo dicen, pero sin
reproches, como si le estuviesen diciendo «pero puede quedarse el tiempo que
quiera». ¡Ah!, el tiempo se va haciendo una fuerza que lo empuja, fuera, al
camino. Perro duerme. Hoy necesita llenarse de aire y preparar la marcha. Está
invadiendo territorios privados y él sabe bien cómo retirarse.
Sobre el mediodía, cuando sale con
Perro del bar –la mirada de la mujer fue de promesa, la suya de un pensamiento
triste--, aún no sabe que no volverán a verse. El día ha despejado y ha salido
el sol, pero siente un frío de madrugada con viento gélido y lluvia. Tiembla
como un tullido. Caminan despacio, como les gusta, al aire de oírle la música
al aire. El pueblo le resulta hermoso, se estaba acostumbrando a sus gestos si
no amables, al menos indiferentes. No la había visto: cobijando una placita,
cerca del barranco, y protegida por pencas y matorrales, en un rincón del sol, se
encuentra con una caja cúbica hecha de piedra y barro, pintada de cal, pequeña,
con tejado a cuatro aguas, las tejas descoloridas, algunas rotas; al lado de la
puerta, del tamaño de los brazos abiertos, de madera gruesa y con las arrugas
secas de la vejez, con cima de medio círculo, hay una cruz sencilla de palo
incrustada en una piedra, pintada sencillamente a la brocha gorda. Hombre y
Perro están ante «Ermita siglo XVII». Hace lo que nunca ha hecho –entrar porque
sí en un lugar religioso. Entra con Perro. El silencio menudo con el que se
encuentra, en una penumbra fría, lo aturde, Perro retrocede y se sale (no está
para misterios humanos que no llevan a ninguna parte). Está puramente solo;
siente el cuerpo de su soledad. Él es aquél lugar, el vacío, el silencio, la
presencia del no estar. Las paredes vacías, dos pesados bancos largos vacíos de
tiempo, una mesita alargada, de granado, vacía, es el altar; en una pequeña
repisa, sobre el altar, una pequeña talla de barbusano, en memoria del primer
–o el último— pastor, y allí él y lo que no está, en el vacío, en la plenitud
del después, dentro de la muerte. Hombre sale de la cuadrada caja vacía,
silenciosa, con la misma edad que con la que entró porque sintió que allí
dentro el tiempo no existe, Perro feliz al verlo, como si hubiese venido de una
larga ausencia.
Las horas vuelan cuando uno pretende
que simplemente estén, se abran y se depositen en la calma. A Hombre la tarde
se le ha pasado volando, entre un pesar parecido al sueño y sus idas y vueltas
de la ventana a la mesa donde la botella de vino, viendo los últimos mirlos de
la tarde y viendo al silencio. Perro en su mundo apacible de la espera. La
noche siempre llega, y Hombre la ha sentido llegar hasta en pleno día (la noche
o la oscuridad). Pero esta tarde no la ha sentido llegar, ha llegado sin
avisar, como una revelación. La mujer no va a venir. Mira alrededor, todo limpio
y en orden, cada cosa en su sitio, la saca ahí, ya mirándolo con fijeza,
dispuesta para la marcha. Hombre y Perro suspiran. La boca negra de la chimenea
desde el silencio frío lo mira. El vino lo ayuda a caerse derrumbado falsamente
en el sueño
quintín alonso méndez
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