La Prosa (47)
La mujer del grueso vestido negro,
con una gran cesta sobre la cabeza –por más que lo intento, dando saltos como
un canguro, nunca alcanzo a ver qué lleva dentro (me dice que la hago reír,
«¡ay, mi niño!», me dice)— y con la voz llena de pájaros alegres con palabras
de extraños planetas que brillan como escamas, se me ha vuelto a aparecer. Me
lo tomo como un cambio del tiempo. Me ocurre cuando se me menguan las defensas
más de la cuenta y ciertamente eso me está sucediendo cada vez más a menudo. No
sé si esa mujer tendrá algo que ver con mi niñez, pero me hago niño cuando se
me aparece –cuando se lo conté, «ella» me dijo que no era así, que «al revés,
cuando te sientes niño es cuando la ves». Le escribo en el parte que el mar hoy
está sufriendo, el viento lo maltrata, primero lo levanta con brusquedad, sin
contemplaciones, y termina lanzándolo contra las rocas, una y otra vez, como un
juego macabro –sé que ella preferiría que le enviase una fotografía para sacar
sus propias conclusiones –no se fía mucho de mí--, como queriendo extraer lo
que le atrae y lo que no, pulsar su estado de ánimo, el pulso de sus lamentos o
de sus cantos vivos, luminosos. Ahora lo recuerdo limpiamente: la mujer vestida
de negro perdió al marido en el mar. Yo era un crío, pero vi su mirada, vi su
odio hierático mirando por encima del horizonte, desafiando al mar pero sin
mirarlo, altiva. Me miró. Nuestra mirada se quedó grabada en nuestros ojos,
¿qué quería decirme?
Nada. Ahora lo veo. Nada. Solo me decía que tuviese cuidado,
«el mar es la vida», me dijo, «por eso cruel». Viene a verme así, con su cesta
en la cabeza y los pájaros de plata de sus palabras extrañas, de vez en cuando,
cuando la mente y las piernas me flaquean. La realidad es el pasado. No le di
importancia, pero compadre dijo una vez, hablando solo mientras intentaba el
equilibrio de la montañita de latas sobre el mostrador, «claro que ya existía
la tristeza, pero antes de la tristeza viene el miedo, la sacudida del miedo»,
yo no lo oía, bebiendo caña y recostado en los sacos apilados de piñas, la
mirada del pensamiento perdida en alguna parte de «ella», quizás en su sonrisa.
Ahora sí lo oigo. El mar le tiene miedo a la viuda. Porque la tierra es la
viuda del mar. Aquella mujer del vestido negro con la gran cesta en la cabeza
sobre el pañuelo de color pobre se negó a volver a mirar el mar. Compadre dice
que su cuerpo apareció ahogado un amanecer en la costa (nunca se lo he dicho,
pero yo me he encontrado entre el musgo láminas de fuego de su mirada y
palabras de plata).
quintín alonso méndez
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