La Prosa (46)
Amanece pero no amanezco. Pongo «tu
música». Hago mi lado de la cama, el otro lado hace mucho tiempo que permanece
intacto, como estatua de mármol, como frontera. Es el malecón de mi suerte. A
veces me alongo desde mi lado a pesar del vértigo, y allá abajo, en la costa,
entre el oleaje y el fulgor de la espuma, veo las caletas de su cuerpo, sus
carnosos arenales, y mido el significado de la distancia infinita. Miro por la
ventana: más allá, después de la horizontalidad, el horizonte evita que el mar
se desborde. Cada ola es un verso que se acerca y se deshace en la orilla. Y en
cada verso vienen bosques y vienen campos con arroyos secos, vienen libélulas y
pájaros, y vienen las pobrezas magulladas. Vienen miradas y vienen sonrisas; también
tristezas que desconozco. Entre las aguas –con pliegues delicados pero firmes, y
lleno de inexistentes pinceladas blancas, como flores--, contemplo su rostro
dibujado con tinta negra, una impecable suavidad en los rasgos que no oculta,
al contrario, muestra, un dolor infinito, erguido, y no resalta como tristeza, como
herida, sino como arma, como voluntad. Su rostro de mujer perfecta, lejana.
Inabarcable. Miro «su lado» de la cama. Es cordillera de ausencia. Me bajo a la
costa a pescar, como cualquier otro pescador de silencios; ésta es la hora en
que empezamos a bajar con la caña al hombro. Mi mundo colecciona los silencios.
¿Cuál es mi voluntad de la deriva? Y con los pescadores hablo sin palabras. Los
miro. Forman parte del paisaje, incrustados –y formando parte de ellos— en los
latidos de la existencia. Solo hay tiempo si hay materia. Mi materia me
abandona, a cada día se me caen como hojas sueños que se van secando. Los pescadores
sí hablan entre ellos de sus cosas, pero no los entiendo. Miro las olas,
volcándose en la orilla. Así el verso se desparrama. Como si su cuerpo fuese mi
mar. Como si a diario le hiciera el amor. En ella me vierto. Esto de bajar a
pescar, a tratar de encontrar lo que no está, nunca fue lo mío, pero lo mío no
lo encontré en ninguna parte; aun así le di la razón, «deja de buscar versos y
dedícate a la fotografía, se te da mucho mejor, es lo tuyo». Le hice caso y eso
hago desde entonces, pero no tengo cámara. Así que voy y vengo, me hago marea. Sin
memorizar las imágenes: dejo que cada día me sorprendan. Posiblemente nunca
escribí, o eran ridículos versos del entonces, del enamorado, o del que
aspiraba al enamoramiento (hace tiempo se me apareció uno de esos versos, y
como vino se fue, pero –cosa extraña dada mi vagancia— lo escribí en el muro de
piedra que hay frente a casa, la piedra donde se echa al sol mi gran lagarto
favorito, verde y azul, de brillo mineral, «la nada se hizo Universo para que
yo te conociera»--, pero para poder leerlo hay que acercarse al muro de piedra,
indagarlo, entrar en él, ser mineral íntegramente.
quintín alonso méndez
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