La Prosa (48)
Ese barco se resbala por los bordes del horizonte. Va a caer
en la trampa: por aquí no hay puertos. Terminará siendo engullido por el adiós
del pañuelo. De crío me bajaron a la costa a ver encallada la ballena muerta.
No fue el ritual ante lo sagrado. Fue una fiesta humana (morbosa). Fue la
primera vez que vi a la mujer del grueso vestido negro y la cesta en el
equilibrio perfecto sobre la cabeza –a veces un leve roce de la mano bastaba
para que la cesta no cayera en la tentación de irse de lado; pronta, la balanza
recuperaba el equilibrio de la horizontalidad. Ni la mujer ni yo nos reíamos,
estábamos apartados del jolgorio de la muerte. «¿No viste a tu abuela?, te
estaba buscando», me pareció que decía una voz lejana; una madre joven,
inclinada, columpiaba al niño entre sus piernas. Me parece que ya tengo el
mono, necesito la medicina de la caña. Compadre me saluda como saluda a los
extranjeros, con indiferencia y con cansancio. Sin decir nada, pone la botella
de caña y nuestros dos vasos sobre el mostrador. Hay que beber. Es uno de esos
días en que todo nos parece triste o absurdo. Nos miramos apenas un poco y
sonreímos. Me siento sobre uno de los sacos mientras lo veo prepararse una
cachimba, «no nos prohíben fumar porque sea perjudicial para la salud, sino
porque es un placer», rezonga. Tiene razón: como si nada, nos están quitando
todos los placeres cotidianos. Nos están haciendo borregos de «La Única Gran
Secta De La Vía Láctea». Al segundo vasito de caña, el pensamiento se esfuma y vienen
las imágenes. «Ella no habría sido feliz con un parásito como yo», miro a
compadre, creo que echa de menos las montañitas de latas tambaleándose en la
esquina del mostrador. Entra la novia, «la sobrina del cura», y es cuando me
doy cuenta de que es una mujer preciosa. El amor hace joven a la gente y luego el
desamor la hace vieja antes de tiempo. Yo estoy en la edad de lo incumplido. Una
vez tuve años, se desgastaron con la herrumbre; porque mis huesos eran barandas
de hierro ante una geografía donde todo se oxidaba. Nos salvaba el yodo. Solo
la tristeza no se oxida. Gato tiene hambre, me reclama comida. Yo le pido un
zarpazo que aviente mis pensamientos, la sangre del arañazo es lo de menos –o
es lo importante: ahora ya tengo con qué entretenerme, lavándome «la herida».
Gato orgulloso, comiendo con apetito con el rabo en vertical, triunfante. Esta
noche dormimos al revés, yo enroscado en el sofá y él tan feliz en la cama.
Pero no duermo, con los ojos abiertos a la oscuridad: oigo voces que bajan por
el camino, pero son voces falsas o ladronas, como si les faltara el aire. El
verso arma las palabras, mis climáticos y cromáticos partes del día las
desarma. Detrás de la ventana, en lo más oscuro, la noche teje versos y los
distribuye al azar por los tejados de las casas. Pienso en Gato y en que pronto
será noche de gatos. Me gusta su mirada noble pero inteligente. Le prevalece la
frialdad. Cumplo con mi ritual de nombrarla tres veces –mi manera de decirle
buenas noches— no antes de que me olvide, antes de que caiga en el sueño. Pero
los ojos no se me cierran, esta noche tengo ojos de gato.
Y sueño en el sueño. Sueño con ella acariciando un gato. Es
una tarde amarilla de sol pero es su mirada que brilla. Me emociona la ternura
que habita en su presencia dulce. Yo no me veo, pero los estoy mirando desde la
puerta. Ellos no ven que los observo. Un barco blanco sigue la línea del
horizonte, pintándola de viaje o de promesa. La manera con que se retira el
pelo del rostro es una fruta; la tarde tiene olor de limones. Sueño con más
cosas, sueño entonces que ella me despierta y me besa. Es cuando tengo peso:
cuando me despierto y voy a levantarme
quintín alonso méndez
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