El último sueño de un viejo
Sé de mi torpeza que será
más torpeza, sé de estas manos que no saben desnudarte y te desnudan, de estos
labios que no saben besar y buscan tus labios serenos, distantes, queriendo
aprender, aprenderte y aprehenderte, lejos tus labios, lejos todo lo que no sea
el instante, me estremece la humedad que descubro en ti, que únicamente está en
ti, el temblor es esta ternura que me invade, que invado, llueve, lluvia
gimiente, resbaladiza, musgosa, en tu sexo. Bebo tu lluvia de sal, tu lluvia
agitada, raíz de la lava, estoy vertiéndome en ti, firmando mi muerte, te
viertes, se estremece el aire, al que hieres con tus quejidos animales,
íntegros, intactos ya en mí, intocables, desgarradores, estando y ya yéndose,
yéndose antes de haber estado, apenas el roce del instante, pero el instante,
el robo del instante, el saber que dentro del derrumbe seré nada más que este
instante, esto que escribo, que no me pertenece, que no me perteneció nunca,
robado, indecente, mi sexo desparramándose, desangrándose, enterrándose en tu
sexo, tu exultante sexo, palpitaciones veloces, invisibles, de todos los
sentidos, en un inexistente instante. Tus mil íntimos rostros en el instante convulso
del temblor, de la cama, del lecho, en el lado derecho de la cama que elegiste,
ahí, donde perezco y exultante perezco viviéndote aún sin verte. Este día
perfecto me confirma la muerte. Este día perfecto que no sé escribir, plasmar
en el papel. No es necesario, ya vaga errante pero íntegro por las lindes de
los olvidos que no podrán ser olvidos. Tan inmenso el día y tan inmensa mi
pequeñez. Este día perfecto que sobre todas las cosas no sé entregarte, darte. Mejor
así, me digo, aunque quisiera llorar, pero estoy aquí, y tú vuelas, vuelas. Soy
todo, soy el resumen de los tres tiempos, de los tres instantes de la historia,
en este instante, en este instante que miro por la ventana y te nombro, la
plenitud de la inexistencia. Esto soy y esto te llevas de mí, te digo, no soy
más, arrastrando las palabras, los dolores invisibles, los que se piensa que no
duelen porque no se ven, te lo digo hundiéndome en tu cuello cavernoso, cueva
de los gorriones y de los deseos, de la misa del bosque y del ritual de la
ofrenda, quisiera dormir, dormir, y es mi condena el destino del insomnio,
resquebrajada te has muerto, muerte pequeña que me asusta, que me hace tantear
tus mejillas, casi azotarlas
__déjame… déjame así… no
me toques…
De qué lejanas distancias
me llega tu voz débil. Mirarte, mirarte, otro rostro tuyo que no volveré a ver,
dentro de tus mil rostros.
Abres despacio los ojos,
dulce, ¿me sonríes, me reconoces?,
__no te asustes…
Tus puntos suspensivos
que no me pertenecen, que me abren en heridas que irán conmigo lo que me reste
de nada.
__Es así… no te asustes…
__No respirabas.
__Cuando esté así,
déjame. Regresaré.
¿Qué es regresar? ¿No
volver?
__Me has bebido….
__Sí, he bebido de tu
néctar --. Mi mano sigue tímida, y tímida y ansiosa por conocer, sentirte, palpa
tus pechos, las dos flores suaves de tus pezones, ¿qué ves en el techo, y qué
ves en ti, dentro de ti, que la tristeza me golpea, me golpea, y hace que mis
lágrimas se mueran dentro?, estás esplendorosamente abierta, delicada y
lujuriosa, hurgo en tus silencios oscuros que palpitan, me traes olas de mares
que desconozco, te arqueas arco de mimbre y gimes, así gemirán siempre mis
noches, desmoronándose, rompiéndose. No he dejado de presentirla, pero ahora la
palpo, me hundo en ella. La humedad.
__Sí, es la humedad --. Y
me dices, se lo dices al mundo, que tienes sueño.
Quintín Alonso Méndez
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