El último sueño de un viejo
__¿Me dejarás dormir?
__No.
__Por favor….
¿Así, mi sexo entre tus carnosas
y excitadoras nalgas, y tú mirando la brisa que desnuda se ondea en la ventana?
__Por favor….
Lío tabaco en la mesa. Oscura
pero rumorosa la noche, callada pero latiente. La noche más cálida. Madrugada
de qué tiempo, de qué mentira. A cada golpe de mis latidos, cauteloso para no
hacer ruido, me asomo a ver si duermes. No, no te dejo dormir. Estremecedoras
de frías todas las noches, la cama trágicamente vacía.
El desayuno es de
mermeladas. Primero la de tu sexo, impregnada de almendras, luego de abejas, de
naranjos, de melocotones, de fresas, de uvas, de nuevo de tu sexo, resbaladizo
el tiempo, el mundo de los sentidos, la visión inaudita de lo utópico, de lo
que vagaba errante, imposible. Inmortal el instante de la inexistencia, ¿y por
qué en este preciso instante no sé decirte que eres la existencia, que vivir es
estar contigo, eso ayudaría a que volaras antes, y por eso callo? Pero el
tiempo lo tienes medido, como el perenquén. Lo sé. Callo. Te miro y me hablas
de las hormigas que habitan el pan, el azúcar, ¡hasta el agua!, ¡mermelada de
hormigas!, y tu risa estalla, me estremece y quisiera hacerte una pregunta que
le hago al silencio, del color de los sueños, ¿eres tú?
__Soy yo y estoy aquí. ¿No
vas a dejarme dormir ninguna noche? Y no me digas que sí, porque no te creeré.
Oye, dime –gotas desnudas insinuadoras de la mermelada de fresas en tus
labios--, ¿te levantaste a fumar? No vuelvas a hacerlo.
¿Cómo decirte que me
levanté a escribirte el verso inmortal, el instante único en que el verso se
transforma en existencia, cuando surge de la nada y cae en el papel, destilando
la miel y las lágrimas, destilando un dolor ya condenado a la soledad más
solitaria?
__No –te digo, y me pongo
a liar un cigarro.
Es injusto, pero me gusta
quedarme sentado y ver cómo te mueves, a tu aire, liando el aire en gestos
sutiles de alas transparentes, aislada en ti, ni te acordarás o ni sabrás que
estoy. Quizás estés en lo cierto, y soy yo quien no estoy. Pero te miro.
Embobado. Con la conciencia de que el instante, este instante, tan menudo, tan
lleno de instantes menudos, de seda o de piel incrédula, es, ha sido y será mi
vida, esa diminuta gota que la madrugada dejó posada en la rosa, o ni siquiera
eso, un apenas cálido soplo dentro del viento más huracanado, este instante que
cuelga del tiempo, ¿un regalo, y por qué y para qué? Este minúsculo instante
que saboreo y se fue, ha volado, pero este instante que escrito tiene su
minúsculo pero grandioso espacio, el único espacio habitado que me habita. Nunca
te he preguntado si te gusta que te mire mientras tus gestos danzan, llevándote
sincronizada de un lado a otro. Pasas ante mí y no estoy, no percibes que esté:
la quietud permanece impasible. Pero tu sonrisa te delata, y cantas. Atraes a
la luz que entra a raudales en la casa, por todas partes, y los ojos de los objetos,
de los libros, también te miran en silencio, embobados. No se mueve una sola
hoja de tu cuerpo, las ramas tensas, como dispuestas a recibir al invierno, el
peso de los temporales. Lejanamente, invisible. En cambio, no dejo de verte.
Cierro los ojos y aquí estás, los abro, y dolorosamente aquí estás. No me
adviertes. Le hablas al cristal de la ventana
__podrías enseñarme tu
pueblo.
Cómo te digo que
desconozco el pueblo, o como tú me dices, «mi pueblo». Camino sus veredas más
sencillas, las más cortas, y a cada año que pasa, quito una vereda o dos de mis
círculos anoréxicos. Pero es inevitable que te muestre el pueblo, me vendrá
bien, lo iré descubriendo contigo, ni siquiera redescubriendo, he de soportar
la carga de quienes me miren, «¡pero qué hace éste por aquí, ¿aún está vivo?».
Muchos, cuando me reconozcan, ya habré pasado de largo, de la mano contigo,
hablándote de por qué esos muros de piedra parecen arrancados de lo más
primario del tiempo, pero, ¡oh, vanidad pisoteada!, ni se dignan mirar esa
pequeñez que va a tu lado. Te miden. Cuando alguna mujer hermosa aparece por el
pueblo, la gente suele decir «se ha perdido», sin fijarse, ni falta que les hace,
si va solo a no, simplemente «se ha perdido», equivocó el rumbo. Sí, es cierto,
hay ironía, burla, un desvergonzado sarcasmo, sin ánimo de esconderlas, en las
miradas cruzadas que me dirigen. Tú eres quien primero las siente, por eso me
dices «bésame». Quisiera decirte, «sí, así soy», pero te digo, ante el banco de
piedra que hay frente al barranco, con su fondo cubierto de cañaverales,
inundado por el bullicio de los pájaros, por la memoria lejana de las ranas
__espera un momento –y me
siento a liar un cigarro.
Le sonríes a las pencas
que hay al lado del banco. Y quizás me sonríes, no quiero saberlo, me dedico a
liar el tabaco a pesar de la brisa que no quiere. Mirando a las hormigas, te lo
pregunto, se lo pregunto a esta luz que es de un mundo que no me pertenece.
__¿Estás bien?
__Muy bien --. Te miro,
entonces te miro. No me atrevo a preguntarte si el dolor puede llegar a ser
dulce, convertirse en luz y azúcar, como el fruto en el árbol--. ¿Y tú? --. Lo
que se me ocurre es alongarme a tus labios y besarlos. Indigno de tus labios,
que no buscan los míos pero tampoco los rechazan. Estás en tu ritual, en la
ofrenda, y no debo ni me apetece importunarla. Sé que me estás midiendo. Y yo
miro cómo las hormigas, engreídas, ascienden por tus pies. Te hubiese dicho de
ir directamente al bar de la atalaya, porque las piernas y los ánimos no me dan
para más, pero no, antes quiero descubrir contigo «mi pueblo». No sé qué
decirte cuando me preguntas por la historia de una casa abandonada, de la que
te atrae el color de su piedra, la enredadera luminosa que crece en sus ruinas,
las escamas relucientes y verdosas de los grandes verdinos, o me preguntas qué
pájaros son esos que alborotan tanto, «donde vivo, no hay pájaros en invierno»,
no sé qué decirte, no sé medir las palabras. Pasado el mediodía estamos en el
bar de la atalaya.
__He estado aquí muchas
veces –me dices, y me sonríes al sentarte--. Contigo.
__La balconada, la tierra
dura, acamada por el frío que entra horizontal, el color que tienen los ojos
aquí, detrás de un ropaje de silencios y sabidurías masticadas, color de trigo
acezado por una niebla alta, de cumbres, tú aquí, seguramente escribiendo y
triste porque no consigues escribir un
renglón, quieres morirte, pero lo que quieres en realidad es que se eternice
este instante, cualquier instante que sea quietud porque no eres capaz de ir
solo ni de aquí a la esquina, y eso te vale, este pueblo no tiene esquinas.
__¿Qué más?
__Nada, contenta de no
haberte conocido, de no haber estado, de no haber venido.
Únicamente conozco
contentas a las brujas contentas aunque llenas de heridas, las que gustan de
mostrar su poder a los hombres que no
quieren poder. Recuerdo aquella noche de alcohol y drogas que me recorrí todos
los bosques de mi pueblo que no tiene bosques. Así es el amor, que lo invento
para que por lo menos, ya que he venido a la vida, la vida me duela. Qué menos.
Quintín Alonso Méndez
Buen texto, voy a hurgar más por aquí..
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