El último sueño de un viejo
Mientras me extasío en
ti, que viajas en tu profunda pequeña muerte, me siento solo a solas, y
percibo, palpo, que vuelas a solas pero no estás sola. Eso me duele, me duele
todo lo que te pertenece y desconozco, y hace que una diminuta sonrisa doliente
vaya de mis labios a la arenosa desnudez de tu hombro. Te digo «hola» sin abrir
los labios, es un «hola» de paloma solitaria caminando por el parque, picoteando
las migajas, cuando atardece y el frío y la brisa son la avanzada que trae el
viento seco sahariano que amenaza con ser oscuros aullidos de tibicenas en la
noche y astillar y triturar los huesos de los débiles silencios. En este
presente de la historia escrita, este instante insignificante de la historia,
escribiendo, con el sol atravesando como espigas el aire enarenado que me aísla,
es un veintiuno de diciembre, cábalas de números y de meses, de palabras y de promesas
que se rompen contra los acantilados de la distancia, paisajes tristes que se
amontonan como tiempos desaparecidos, escombros de tiempos que se marchitaron
en la espera, rosas secas bajo la cama, unos versos que son fríos objetos en la
libreta vieja, día implacable, cerrado en sí mismo, sin ventanas, hueco,
oscuro, ni una sola rendija por donde mirar al presente, al futuro, miro el
teléfono, que me mira con sus ojos cerrados y negros, y aunque ha amanecido,
aquí es oscuridad. No hay nada más oscuro que el silencio, ni nada más espeso y
denso que la soledad que invade el silencio y lo entulla. Hola, hola, buenos
días, buenos días, buenas noches, buenas noches. Lo demás es todo silencio. El
silencio es todo lo demás. Acordeones herrumbrosos de silencios. Las miradas,
las sonrisas, los besos, las manos, las tardanzas, son las largas despedidas de
lo que apenas si estuvo un instante, una estrella fugaz en la oscuridad más
completa, un mínimo desvío de la brisa porque el viento desata las amarras y a
veces produce la locura.
Abro la puerta y me
encuentro ante el vacío del mundo. Es el mundo del vacío. Mis dedos son
hormigas en tus rodillas, hormigas que quieren estar en tus caderas, resbalar
por ellas, a babor y a estribor de la barca de tu sinuoso vientre, estremecido
el suelo que se ondula en olas por el estremecimiento del roce, estremecidas
las sábanas que se derrumban, y dejarse llevar por la marea y hundirse en tus
aguas profundas. El territorio más íntimo, inaccesible, de las brujas.
__Te gusta pasear por mi
mente.
__Calla…
Excavo, socavo, indago,
escarbo, me vierto en ti. Soy el momento sublime. No soy más. Siempre está la
ausencia. Busco entre tus piernas lo que no está pero que estará siempre. La
material ausencia. La inmaterial presencia. El instante. Me hundo. Soledad
inmensa, inabordable, líquida como aguacero en el estremecimiento de tu
orgasmo. Ninguna soledad más inquietante, más solitaria. El momento descarnado
de morder carnalmente la existencia, la no existencia, el instante eónico.
Besar el hondo silencio de lo que no volverá. Besarlo, apenas besarlo y atrapar
ahí el dolor. Ese gemido que le rompe las paredes al mundo y hace nocturno al
sol. La indiferencia pertenece al día. Y al día le pertenece la luz real. La
que indiferente mata y sabe matar. Estalla tu sexo en mi boca. Es esa fruta que
de niño buscaba en los árboles que soñaba, árboles enrojecidos por la sangre
que la realidad restregaba en mi rostro, pero buscaba la fruta jugosa del
respirar y sentir, en cada atardecer, rojizo el paisaje, ensangrentado, la
buscaba, sin saberlo la buscaba, ¡ah, fruta, sabia fruta de la mortalidad,
inaccesible fruta más allá del instante! Cansadamente mineral honda dura carnosa
palpitadora quejosa y estremecida como un temporal, nuestros cuerpos llenos de
espigas. Fruta de la muerte más desoladora. Que sean entonces, ahora en la
escritura, las hormigas que hormiguean por la plenitud de sombra desnuda de tu
cuerpo de lluvia y lava abriéndose en la flor de la entrega.
__Cállate…
Que tus caderas le hagan
la curva a la luna que se despeña por los pliegues del temblor. Gime la piedra,
el fulgor de la roca expuesta a la oscura humedad del silencio que vibra. Ya
silencio. ¡Ah, la vasta soledad del tiempo sin destino! La vasta soledad de un
mundo vacío, de un vacío sin mundo. Y busca la luna esa humedad que solo puede
tener el temblor, el fulgor de los gemidos. Es cuando las palabras se rompen, y
las palabras son la vaciedad que inunda el abismo del derrumbe ahogándolo.
__Cállate…
Es cuerpo que se desgrana
en la desnudez desgranándose. Caricias que ya desembocan ciegas en la niebla, arrastradas
por la furia del más intenso deseo, los labios, las piernas, las manos, el
sexo, resbalando se precipitan al vértigo, al encuentro con el abismo,
hundiéndose en las aguas más profundas, en la más prístina y derretida lava, soplos
de brisa en el fuego, tus gestos, tus movimientos de olas, el brillo de tus
ojos, de tu mirada turbia, lasciva, y enredándose en las mismas raíces del
abismo, chapoteos de las aguas entre las rocas, donde el musgo, las algas, el
balanceo de los gemidos entrecortados, cortados por el grito de la vida.
__Fóllame…
Quintín Alonso Méndez
tiene que estar muy bien escrito, porque es excitante, humedece, hace desear, gracias
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