El último sueño de un viejo
La soledad tiene una
capacidad asombrosa para inventar mundos. Las palabras se van armando con
menudencias, con gestos y expresiones en apariencia insignificantes, pero ellas
van soldándose pacientes para terminar siendo la más mortífera arma contra uno
mismo. Y matan. Abro una ventana y enfrente veo otra ventana que se abre. Mis
mundos siempre fueron de territorios reducidos, aunque mi mente no haya dejado
de viajar. En este mundo, que hasta la verdad es una mentira. Mientras me
adentro en la escritura, voy sintiendo una extraña paz. Veo cómo te alejas con
tu destino. A cada día que me pasa por encima, deseo más la muerte que
escribir. Pero con la escritura se me va vida. No es una frase, quizás por eso
escribo y escribo, me adentro, camino hacia la muerte, la busco.
Esto escribe mi mente
rebuscada mientras estoy incrédulo esperándote. No sé escribir la realidad o en
eso me apoyo. Pero voy a sumergirme,
__hola.
__Hola…
Nuestros primeros besos
ya son sabios, inexpertos pero sabedores los míos, sabios y sabedores los tuyos,
aún sin verles la niebla de lo lejano alejándose, estando de paso. No sabemos
encontrarnos las miradas, son mis manos las que quieren ver, acercarse,
modularte, y como el perenquén, medirte. Tus manos ocupadas, trajinando con el
equipaje, con los andamios que ignoro pero que te acompañan, pesan sobre ti, no
te dejan respirar y en cambio es lo que más deseas, llevarlos contigo.
__Vamos a casa.
__Sí.
Sigo sin querer ver la
niebla que va encerrando el valle, apagando las voces o llevándolas a su estado
natural, el del sueño, un sopor que ha de pertenecer a la muerte. ¿Sabes lo que
se tarda en regresar al presente, si es que se pudiese volver? Entras en casa.
Te miro sabiendo que no podré dejar de mirarte ningún instante, ya fuera del
tiempo.
__Sabía que era así –y
pienso que tienes las frases perfectas siempre, al menos las correctas. Me
maravilla tu boca, tus rasgos de bruja andadora. Dejo que entres en la casa,
que la respires tal como es, que te entre de lleno por la boca el sabor a
rancio, desagradable, de mi soledad.
__¿Estás bien?
__Sí --.Descubro sin
sorprenderme que tu mirada está en otra parte, lejos de aquí. Entonces la
pregunta salió sola, como es la lluvia cuando viene de espaldas. Los del bar
del pueblo me llaman el que siempre está
bien.
__¿Navegas por un mar?
__Sí… --con todo el dolor
me voy acostumbrando a tus puntos suspensivos, a la voz que te sale de los
labios y se deja llevar por la brisa. Un dolor que me cruje, agradezco que no
me estés mirando, la sensación, cruel, palpitando en todo mi ser, me doy cuenta
de que no miras el paisaje. No estás y no quiero entender que no estás--. Camino
por un mar de brumas. ¡Tantas veces que he estado aquí que siento que siempre
estuve! Estoy nerviosa.
Te ayudo con la maleta.
No hacemos más que tropezarnos y creo que es adrede, como me dicen que se hacía
en los años jóvenes. ¿Cómo ayudarte a que te sientas cómoda en casa, en nuestra
inventada casa, en esta isla que siempre será nada, nada más que una isla que
nació ahogada? Estar aquí, así, sabiendo que ya somos parte integrante,
absoluta, del pasado. Estoy aquí con una pequeña llamita de vela, tú no estás,
has venido sabiendo que vas de paso, que el viento te llevará de vuelta a tu
buen sitio. ¡Ah, los tiempos del chamán tranquilamente sentado a tu lado! ¡Cómo
murmullan los pájaros y en cambio es un rumor de distancias lejanas, una vereda
serpenteando un río! Aquí no hay ríos con la cara descubierta, discurren
escondidos bajo tierra. Cada tropiezo es un temblor que yo al menos no sé
disimular, no lo intento, soy el portador de mis instintos, por una vez no los
niego, más, los busco. Nos envuelve como una brisa el latir frío del vino
blanco. Los ojos se van haciendo a la presencia en la que flotamos o ya
naufragamos y estamos rozando el umbral en que nos parece que lo instantáneo es
eterno y deseamos tocarlo, poseerlo, al menos palparlo, inmedible. Sé que esto pasará
a la medida de lo eterno porque ya siento la fugacidad entre los dedos. Adivino
un dolor en ti y tú adivinas un dolor que me vendrá y me tumbará. Estamos justo
en ese instante al que se llega únicamente una vez, y muy raramente se llega a
tener esa vez, al instante fuera de la existencia. Una cajita cerrada de azúcar
hundida en la arena, en el fondo del océano. Nunca sabré por qué me haces este
regalo. Me gustaría hablarte de los tiburones y en cambio te hablo de las
abejas
__¿ves? –te digo,
señalando las abejas muertas en la azotea.
O hablarte o decirte o
escribir en tu cuerpo con mi cuerpo que te quiero infinito. Lo infinito, lo que
no existe, ese instante, justo ese instante que nos pertenece y que tememos,
tanto como ansiamos, saborear, parpadearlo, porque sólo tú puedes ser la
suavidad del deseo . Ahora. Solamente ahora. No tendrá futuro. Es azul la
tarde, tan mansa que parece irreal. Cualquier sonido llega amortiguado, por lo
tan metidos que estamos en el aire, por lo tan alejados que estamos del tiempo
que circula por la calles del mundo. Aquí la calma no tiene dimensiones
terrenales. Estamos y los dos sabemos que no estamos. Te has puesto cómoda,
respiras, es como si el goteo de los escasos segundos en casa, vuela el tiempo,
vuela, se posa quietamente se posa la tarde, te fuera desnudando con la lenta
dulzura de una fruta abriéndose, no son mis ojos, no es la tristeza que he
encarcelado mientras dure el instante, no son mis manos, es tu suavidad de
otros tiempos que ahora está aquí, sorprendentemente aquí. Quiero tenerte,
aprehenderte, secuestrarte, inventar otro mundo, y en cambio veo tus alas
ejercitándose para vuelos largos, elevados, inconmensurables. Me veo más
pequeño de lo que soy. O ésta es mi estatura, ínfima ante ti. Introduzco en
este tiempo presente mi otro tiempo náufrago de tiempos, el de la escritura,
sabiendo que la historia que resulte escrita es apenas un instante del instante
que vivimos. Día calladamente azul. Como si la barca del pueblo estuviese
depositada pacífica en un mar azul que has traído. Es cierto que has venido
hasta el fin del mundo para verme, confirmarme, y pienso sin amargura ninguna,
que a enterrarme. «Así lo has querido», me dirás en el derrumbe. Te miro,
detrás de ti. Contemplo tu presencia que aún es ausencia, que lo será siempre. Es
el vino blanco, frío, fuego líquido, lava de la dorada uva. Contemplo la
cascada de la cabellera, llamadora de la luz de la libélula, celoso contemplo cómo
te acaricia la brisa, introduciéndose seductora por la nuca, donde quiero
naufragar, pienso en la infinitud de veces que te he visto aquí, a mi lado, gimiendo
el dolor, vuelvo a sentir las lágrimas que me ardían por no saber caminar sin
puente, sin barandas, sin los pensamientos, contemplo cómo tus hombros se
desnudan, al descuido, resbalando las delgadas tiras resbaladizas de la
camiseta, ahí te picotea el sol durmiente, ahí te besas con besos de guayaba, sé
que acabas de cerrar los ojos y has sentido el latido del último beso, el que
nunca se sabrá cuál fue, que será más latido y más beso en tu regreso, siento
un dolor agudo que la brisa se lleva, palpo la tristeza, que nunca entenderás,
de que la vida no me pertenece, pero me acerco y rozo el sueño de mi vida,
apacible y esplendoroso como un día íntegro, vertical, tendido, circular,
distendido, lleno de frutas, se posan mis manos en tus caderas, tibio el sol,
manso, manso, te apartas el pelo, me descubres tus nidos, sus rincones, la nuca
desnuda, incitadora, lujuriosa, me la ofreces, se la ofreces a mis labios que
tímidos, mustios por la sed, se posan y ya descubren el agua, la promesa y la
memoria del agua, el mismo temblor, la misma niebla envolviéndome al resbalar
mis manos por tus caderas y resbalar mis labios, mi lengua, por tu cuello, estos
roces, estos roces respiran, tienen su propio aire, débilmente jadea la tarde
mansa, existes, tiemblo, existes, eso siente mi derrota armada que te roza, se
aprieta a ti, que trémula, débilmente, dejas que el murmullo lejano de pájaros
lejanos vaya abriéndote, mi mano se atreve, por primera y quizás única vez se
atreve, se desliza resbalándose por entre las nalgas, te abres, vuela un
suspiro, un leve quejido, acaricia los carnosos pétalos de la carne, siento,
siento que te inclinas más, apoyándote en el muro de la azotea, donde la herida
en tu muslo, una gota de sangre, marca y huella del instante, ¿es cierta esta
ternura, esta carnosidad, tan mía, tan mía de siempre de tan esperada y
deseada, de tan tristemente saberme lejos siempre, para siempre?, ¿es cierta
esta sensación desconocida de saberte, de saberte de siempre, sabiéndome sin ti
para siempre, sin este temblor, sin este herrumbroso y derrotado mundo en el
exilio, sin nada? Es la humedad, «sí, es la humedad», me dirás cuando sea el
derrumbe, ese derrumbe que viene de viejo, que conozco, donde estaré, donde
estoy, tu voz sale rota, indecente, dispuesta, se resquebraja,
__vamos dentro…
__Sí.
Quintín Alonso Méndez
Sigo perdiendo el aliento cada vez que te leo, descanso y sigo, para que me dure más, que la muerte te espere mucho tiempo, yo te necesito todavía.
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